El Espíritu Santo en el Nuevo Testamento.
"En el Nuevo Testamento el Espíritu aparece como un sujeto activo, con características divinas, pero siempre en referencia al Padre y al Hijo, que lo envían a los creyentes y a la Iglesia para que se realice la obra de la salvación.
El Espíritu no puede ser conquistado por el hombre: lo tiene que recibir como un don. Efectivamente, es «enviado» (Gal 4,6; 1Pe 1,12), «derramado» (Hch 2,17-33; Rom 5,5, Tit 3,6), «entregado» (Jn 19,30), «dado» (2Cor 1,22; 5,5), «otorgado» (Gal 3,5). Por nuestra parte es «recibido» (Rom 8,15 1Cor 2,12; 2Cor 11,4; Gal 3,2.14).
Jesús fue concebido, ungido y enviado con la fuerza del Espíritu de Dios. La Pascua supone para Jesús una nueva manera de existir, en la que ya no es la «carne», sino el «Espíritu Santo» su principio constitutivo: «Nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación por su resurrección de la muerte» (Rom 1,3-4).
Después de la resurrección, el «Espíritu de Dios» se convirtió en el «Espíritu de Jesús» y Él lo comunica a los creyentes: «No me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mí... con la fuerza del Espíritu» (Rom 15,18-19). Pedro explica así lo sucedido en Pentecostés: «Exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo, lo ha derramado sobre nosotros, tal como estáis viendo y oyendo» (Hch 2,33).
San Pablo dice que «Adán, el primer hombre, fue hecho alma viviente; Cristo, el definitivo Adán, Espíritu que da vida... Del mismo modo que llevamos la imagen del hombre terreno, llevaremos la del celeste» (1Cor 15,45-49). Llegaremos a ser como Jesús, porque Él nos da su Espíritu, su principio vital. El Espíritu Jesús nos hace hijos de Dios en el Hijo (cf. Rom 8,14-17).
El Espíritu realiza en nosotros una recreación: «habéis sido lavados, santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1Cor 6,11). Ya nos ha dado lo que un día esperamos alcanzar en plenitud: la filiación divina, la vida del Hijo: «la señal de que ya sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gal 4,6). El Espíritu ha entrado en nuestra profundidad más íntima, ha transformado nuestras raíces más secretas, por lo que nos hemos convertido en «Templos del Espíritu» (1Cor 3,16; 6,19).
Además, el Espíritu es la pregustación de la vida eterna, la garantía de lo que un día alcanzaremos: «fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1,13-14), «Dios nos ungió y nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Cor 1,22).
San Pablo insiste en que a la base de la Iglesia está el Espíritu (cfr. Gal 3,2-3). Él construye la unidad de la Iglesia, ya que hace de nosotros un único pueblo, en el que todos los miembros participan de una radical igualdad, en cuanto poseedores del único Espíritu, que hace de cada uno un elemento precioso, único: «en un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres» (1Cor 12,13).
Para explicarlo mejor usa las imágenes del templo y del cuerpo: El Espíritu hace de nosotros piedras vivas en la construcción de la Iglesia: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios... formando un templo santo en el Señor, por el que también vosotros estáis integrados en el edificio, para ser mediante el Espíritu, morada de Dios» (Ef 2,19-22). Y el Espíritu construye la unidad del Cuerpo de Cristo: «Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo... Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro suyo» (1Cor 12,12-27)...". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.
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