"La Elevación a la Santísima Trinidad, compuesta en 1904, es el escrito más famoso de santa Isabel de la Trinidad. Primero explico brevemente los cinco bloques que la componen, después recojo el texto para que nos sirva de oración en este día; por último recojo otro texto suyo que nos ayuda a comprender mejor la Elevación.
1. Comienza con una invocación al Dios trinitario, eterno e inmutable, anterior al tiempo y trascendente al tiempo, que nos quiere introducir en su misterio.
2. Continúa hablando con Cristo, Verbo encarnado por amor. Quizás nosotros habríamos empezado dirigiéndonos al Padre, origen de todo; pero ella es fiel a la revelación bíblica y sabe que lo que conocemos de Dios es porque Cristo nos lo ha revelado. Como fiel hija de santa Teresa de Jesús, sabe que todos los bienes nos han venido de la sacratísima humanidad de Cristo, por lo que es al primero que se dirige y al que dedica el párrafo más largo.
3. Viene después el Espíritu Santo, el que hizo posible la encarnación del Verbo en el vientre de María, al que pide que descienda sobre ella para que Jesús pueda prolongar su encarnación en ella, en su carne, en su humanidad, en su historia. Isabel intuye que podemos ser «encarnación» de Dios, prolongación de su presencia en el mundo, colaboradores suyos.
4. Tal como hace la liturgia cristiana, se dirige «por Cristo, en el Espíritu, al Padre», al que pide que la cubra con su sombra (=con su Espíritu), como hizo con la Virgen María en la encarnación, para que el Hijo se haga presente en ella.
5. Concluye como ha iniciado, dirigiéndose al Dios Trinidad, en el que quiere sumergirse, consciente de que Él habita en ella y de que ella habita en Él.
¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro! Ayúdame a olvidarme de todo para establecerme en ti, inmóvil y pacífica, como si mi alma ya estuviera en la eternidad. Que nada pueda alterar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi Inmutable, sino que cada minuto me introduzca más y más en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma; conviértela en tu cielo, en tu residencia amada, y en el lugar de tu descanso. Que no te deje nunca más solo, que esté enteramente en ti, despierta en mi fe, en plena adoración, entregada del todo a tu acción creadora.
¡Oh Cristo amado mío, crucificado por amor! Quisiera ser una esposa para tu corazón; te quisiera cubrir de gloria; te quisiera amar… hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia y te pido ser revestida de ti mismo, identificar mi alma con cada movimiento de la tuya, sumergirme en ti, ser invadida por ti, ser sustituida por ti para que mi vida no sea sino una irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador, como Salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote; quiero que me enseñes para poderlo aprender todo de ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas mis impotencias, quiero fijar siempre la mirada en ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh Astro querido mío! Fascíname para que yo ya no pueda salir de tu esplendor.
¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor! Desciende sobre mí para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para Él una humanidad suplementaria en la que renueve todo su misterio.
Y tú, oh Padre, inclínate sobre esta pobre criatura tuya, cúbrela con tu sombra, no veas en ella sino a tu Hijo predilecto en quien tienes tus complacencias.
¡Oh mis Tres mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo! Me entrego a ti como víctima. Sumérgete en mí para que yo me pueda sumergir en ti hasta que vaya a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas.
Encontramos una confirmación y una exégesis de su oración en una carta escrita pocos días después, en la que vuelve a manifestar su deseo de ser «una humanidad suplementaria» en la que se prolongue el misterio de la encarnación del Verbo, de su presencia amorosa en el mundo, en medio de los hombres:
Dice san Agustín que “el amor, olvidándose de su propia dignidad, está sediento de ensalzar y engrandecer a la persona amada. Solo tiene una medida: no tener medida”. Yo pido al Señor que le colme a usted con esa medida sin medida, es decir, “conforme a la riqueza de su gloria”, y que el peso de su amor le arrastre hasta aquella feliz pérdida de la que habla el Apóstol cuando exclamaba: “Vivo yo, pero no soy yo: es Cristo quien vive en mí”. Este es el sueño de mi alma de Carmelita, y creo que este es también el de su alma de sacerdote. Y, sobre todo, ese es el sueño de Cristo, y a Él le pido que lo haga plena realidad en nuestras almas. Seamos para Él, en cierto modo, una humanidad suplementaria en la que Él pueda renovar todo su misterio. Yo le he pedido que se instale en mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. Y no acierto a decirle qué paz produce en mi alma pensar que Él suple mi impotencia y que, si caigo a cada momento que pasa, Él está allí para levantarme y para introducirme más en Él, en lo hondo de esa esencia divina en la que habitamos ya por la gracia y donde quisiera sepultarme a tal profundidad que nada pudiese hacerme ya salir. Ahí mi alma se encuentra con la suya y, al unísono con ella, hago silencio para adorar a este Dios que nos ha amado de manera tan divina. […] Seamos almas sacrificadas, es decir veraces en nuestro amor: “¡Me amó hasta entregarse por mí!” (Cta. 214)". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.
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