"En los distintos pueblos y culturas encontramos la celebración de fiestas ligadas a los ciclos de la naturaleza: para acoger la luna nueva, los solsticios, el inicio o el final de la cosecha, etc.
En Israel se historizaron las fiestas, convirtiéndolas en memoria anual de las intervenciones de Dios a favor de su pueblo:
- La fiesta de primavera (Pesaj, Pascua) pasó a ser el recuerdo de la liberación de la esclavitud en Egipto.
- La fiesta de inicio del verano (Shavuot, Pentecostés) sirvió para conmemorar la alianza del Sinaí.
- La del inicio del otoño (Sucot, las Tiendas), para conmemorar el camino por el desierto durante 40 años.
- La del inicio del invierno (Janucá o fiesta de las luces) para recordar la purificación del templo de Jerusalén en tiempos de los Macabeos.
Los primeros cristianos celebraban con naturalidad las fiestas de su pueblo de origen, pero pronto se separaron de sus prácticas religiosas, incluidas las fiestas, para afirmar su originalidad frente al judaísmo.
San Pablo da testimonio de ello y de que no se realizó sin dificultad: «Ahora que habéis conocido a Dios, ¿por qué seguís celebrando como fiestas ciertos días, meses, estaciones y años? Es como para temer que mi trabajo entre vosotros haya sido inútil» (Gál 4,9-11). «Que nadie os critique... a propósito de fiestas, novilunios o sábados. Todo eso era sombra de lo venidero» (Col 2,16-17).
El surgimiento de un calendario de fiestas anuales cristianas fue un proceso largo y laborioso, que desembocó en la actual estructura del año litúrgico, en el que hacemos memoria de los misterios salvíficos de Cristo.
En nuestros días, el año cristiano comienza el primer domingo de Adviento y concluye el último domingo del Tiempo Ordinario, solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
El tiempo de Adviento consta de 4 semanas, en las que se despierta en nosotros el deseo de acoger al Señor, que viene a salvarnos, consagrando los últimos días (desde el 17 al 24 de diciembre) a una preparación inmediata de las fiestas navideñas.
Le sigue el tiempo de Navidad, en el que celebramos el misterio de la Encarnación del Señor, de su nacimiento y de su manifestación como salvador de todos los pueblos.
Unas pocas semanas de Tiempo Ordinario nos separan de la Cuaresma, 40 días de preparación para las fiestas pascuales.
A través del Triduo Santo nos introducimos en la Pascua, fiesta de la entrega amorosa de Cristo hasta la muerte y de su gloriosa resurrección, que se prolonga durante 50 días más, hasta Pentecostés.
Por último, a lo largo de la segunda parte del Tiempo Ordinario profundizamos en el mensaje de la predicación del Señor, de sus obras poderosas y de los demás acontecimientos de su existencia.
Esto nos sirve para crecer continuamente en el conocimiento de Cristo y de su obra redentora, para apropiarnos de sus actitudes y revestirnos de sus sentimientos. Él es la única razón de nuestras fiestas y celebraciones. Él es nuestra esperanza. A él sean dadas la gloria y la alabanza, por los siglos de los siglos. Amén". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.
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