lunes, 15 de julio de 2019

Año Jubilar (1920-2020) en conmemoración del Centenario de la muerte de santa Teresa de Jesús de Los Andes.

El día 13 de julio se celebró la Solemnidad (en Venezuela) de nuestra querida patrona santa Teresa de Jesús de Los Andes, ocasión que vivimos con gran alegría ya que iniciamos el Año Jubilar (1920-2020) en conmemoración del centenario de la muerte de nuestra querida santa.


Iniciamos este camino en el Carmelo Descalzo venezolano iluminados por esta frase «Nos ha amado con infinito amor». Que su amor invada nuestras vidas y que este año jubilar sea de mucha gracia y bendiciones para nuestra tierra. Anunciemos esta buena noticia a todos y que sean cada día más los que experimenten esta gran verdad en sus vidas. ¡FELIZ AÑO JUBILAR!

domingo, 14 de julio de 2019

El buen samaritano.

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"En este domingo Jesús nos cuenta la parábola del buen samaritano, cuando va acompañado con sus discípulos de Cafarnaúm a Jerusalén. La narración tiene una intencionalidad: enseñarnos a identificar a nuestro prójimo, y como actuamos con él, especialmente si este se encuentra en situación de necesidad. El camino es el momento en que Jesús instruye a sus discípulos, y a cuantos le siguen, porque Él es el maestro, y los que le acompañan quieren aprender. Por tanto es una forma de conocer su mensaje y hacerlo vida.
Jesús mismo nos va ofreciendo cauces para que le identifiquemos como Jesucristo, que es a quien creemos y al que seguimos. Nos da una identidad propia la de ser cristianos, y desde esta perspectiva cumplimos nuestra misión. Reconociendo a Jesús como el Cristo, nos unimos en comunidad (Iglesia), donde Él es la cabeza que da sentido a nuestra vida de fe.
Jesús nos muestra la misericordia que Dios tiene con nosotros, y a la vez nos permite ver la realidad de nuestro entorno, desde la óptica de Dios mismo. Al sentirnos acompañados en nuestra vida, experimentamos a Dios en la oración que brota de lo más íntimo de nosotros, pero que no queda solo en una mera recitación o plegaria. Es un encuentro que tiene consecuencias en la vida, porque nos ayuda a analizar lo que sucede a nuestro alrededor, desde nuestra identidad cristiana, y de ahí podemos hacer una lectura creyente de la realidad".
Fr. Julio C. Carpio Gallego O.P.






13 de julio. Santa Teresa de Jesús, de «los Andes», o.c.d.




Santa Teresa de Jesús de «los Andes» nació el año 1900, en Santiago de Chile. Desde su primera infancia, vivió muy unida a Cristo y a la Virgen María. Estaba siempre dispuesta a servir a los demás y a sacrificarse por todos. Enseñaba el catecismo a los niños, presentándoles la virtud de manera amable y atractiva. Escribió algunas obras espirituales, en las que comparte con palabras sencillas su profunda vida interior y su aprecio por la oración. Se consagró privadamente al Señor con catorce años, pero tuvo que esperar hasta lo diecinueve para hacerse carmelita descalza. Murió antes de cumplir veinte años de edad. Es la primera flor de santidad de la nación chilena y del Carmelo Teresiano de América Latina. Fue canonizada en 1993.

En una carta suya le explica a una amiga en qué consiste ser carmelita:


"Vivimos solo para Jesús. Y así como los ángeles en el cielo cantan incesantemente sus alabanzas, la carmelita los secunda aquí en la tierra, ya sea cerca del sagrario donde está prisionero el Dios Amor, ya en lo íntimo del cielo de su alma, donde la fe le dice que Dios mora. 

Nuestra vocación tiene por objeto el amor, que es lo más grande que posee el corazón del hombre. Ese amor reside dentro de su alma desde el día en que puso Jesús en ella el germen de la vocación. 

Es una hoguera donde el alma se consume y se funde con su Dios. Esa hoguera no deja nada a su paso. Todo lo hace desaparecer, aun las criaturas, para irse a unir al fuego infinito del amor que es Dios. Por eso busca la soledad para que nada le impida la unión con aquel por quien todo lo deja. 

¡Qué cosa más rica es para el alma que ama pasar la vida junto al Sagrario! Él, prisionero por su amor, y ella también. Nada los separa. Ninguna preocupación. Solo deben amarse y perderse la criatura en su Bien infinito. 

Él le abre su Corazón, y allí la hace vivir olvidada de todo lo del mundo, porque le revela sus encantos infinitos, a la vista de los cuales todo lo demás es vanidad. Él la estrecha y la une a sí. 

Y el alma, perdida y enloquecida ante la ternura de todo un Dios, desprecia las criaturas, y solo quiere vivir sola con el Amor. 

¡Ay, hermanita querida!, dichosas nosotras que hemos sido elegidas para ser las esposas predilectas de Jesús, sin las cuales él no puede pasar, pues encuentra en ellas un amor verdadero, ya que la carmelita le hace la más completa donación de todo. 

Ella comprende que al contacto de Jesús se diviniza; por eso se sumerge en él para transformarse en él, y, a medida que se engolfa en Jesús, va descubriendo en él tesoros infinitos de amor y de bondad; va reconociendo poco a poco al Verbo humanado. 

Entonces es cuando comprende más que nunca la obra redentora del Salvador, el valor de esa Sangre divina, y, consumida por el amor, siente sed. Sí, sed de la sangre de su Dios, derramada por las almas pecadoras. Ir en pos de ellas para salvarlas no puede. Está ciega si se aparta del foco de la Luz que es el Verbo. 

Entonces, como ya no forma con Jesús sino una sola persona y una sola voluntad, dice que tiene sed de su sangre y él no puede menos que sentir lo mismo y, echando a raudales su Sangre sobre las almas, las salva.

Un alma unida e identificada con Jesús lo puede todo. Y me parece que solo por la oración se puede alcanzar esto.

¡Qué hermosa es nuestra vocación, querida hermanita! Somos redentoras de almas en unión con nuestro Salvador. Somos las hostias donde Jesús mora. En ellas vive, ora y sufre por el mundo pecador. 

¿Cómo no amarlo hasta el delirio, cómo no despreciarlo todo ante el espectáculo de sus encantos y bellezas infinitas? Él reúne todas las bellezas de las criaturas, tanto las físicas como las intelectuales y las bellezas del corazón elevadas a un grado infinito. ¿Qué se puede buscar que no esté en Jesús?

Ya soy solo de Jesús y él sólo me basta. ¡Qué feliz se siente el alma cuando se ve libre de todo lo del mundo y de las criaturas! Esta felicidad se compra al precio de la sangre del corazón; pues no te niego que el romper los lazos de la familia cuesta mucho. 

Sin embargo, créeme que, si posible fuera volver atrás y tuviera de nuevo que hacer el sacrificio, creo que, aunque tuviera que pasar por el fuego, lo haría, pues nada son los sacrificios efectuados con la dicha de ser carmelita. 

Procura conocer a Jesús. Anda siempre en su presencia. Míralo constantemente, pues nuestra santa Madre dice que es imposible que, en esa mirada, el alma toda no se inflame en amor. Es preciso que te enamores bien...".

viernes, 12 de julio de 2019

12 de julio, santos Luis y Celia Martín, padres de santa Teresita. 


"Luis Martin nació en Burdeos en 1823 donde su padre era militar, pero creció en Alençon. Aprendió relojería-joyería en Rennes, Estrasburgo y París. Quiso consagrarse a Dios en el monasterio del Gran San Bernardo, pero no le admitieron porque no sabía latín.

Abrió una relojería en Alençon. De los muchos relojes que fabricó se conservan varios, que son verdaderas obras de arte, muy valorados por su belleza.

Dividía su tiempo entre el trabajo, las lecturas espirituales, las reuniones de formación en un grupo católico, la ayuda a los necesitados en las Conferencias de San Vicente de Paúl y la pesca, que era su pasatiempo.

Su madre le habló de Celia con la que aprendía a hacer encajes. Se casaron en 1858. La familia vivió siempre en Alençon.

Al principio, Luis y Celia decidieron vivir la continencia en el matrimonio. El confesor les habló de la bondad del amor matrimonial, que forma parte del proyecto de Dios, por lo que cambiaron de opinión. Tuvieron nueve hijos, de los que murieron cuatro siendo pequeños (dos niños y dos niñas) y sobrevivieron cinco niñas que, con el tiempo, se hicieron todas religiosas. La más famosa es santa Teresita.

Celia Guérin  nació en 1831 en Gandelain, donde su padre, antiguo soldado, era gendarme. Estudió en un internado de monjas en Alençon. Quiso consagrarse a Dios en las Hermanas de la Caridad, que no la admitieron por tener una salud frágil.

Aprendió a hacer encaje de Alençon, que es muy fino y muy difícil de realizar. Lo hacía tan bien que pudo abrir un taller en el que enseñaba a aprendices y tenía varias obreras a su cargo. Ella unía las piezas de las trabajadoras y se reservaba los encargos más difíciles.

Sus trabajos eran tan finos que se hicieron famosos, llegando a ganar la medalla de plata en la Exposición de 1858. Siempre consideró a sus trabajadoras como miembros de su familia, por lo que la apreciaban y le confiaban sus penas y problemas, para los que siempre encontraba una manera de ayudar.

Al casarse, su marido cerró la relojería para ayudar a su mujer con la empresa familiar y con el cuidado de la casa y la educación de los hijos que iban naciendo.

Los esposos oraban juntos y participaban activamente en la vida eclesial de su ciudad, especialmente en las actividades que se organizaban para ayudar a los más necesitados, aunque también en los encuentros de formación religiosa y en los actos de piedad.

Vivieron ejemplarmente su vocación matrimonial, como esposos llenos de ternura y delicadeza, padres entregados a la educación humana y religiosa de sus hijas, trabajadores honestos, generosos en ayudar a los pobres y a la Iglesia en sus necesidades. Cultivaron en familia la vida de fe y piedad, practicando juntos la oración y la lectura de libros espirituales. 

Durante dos años sufrió mucho a causa de un cáncer de pecho. Escribió en una carta: "Si Dios quiere curarme, estaré  muy contenta porque, en el fondo deseo vivir; me cuesta dejar a mi marido y a mis hijas. Pero, por otra parte pienso: si no me curo será porque, quizá, será más útil que me vaya". Falleció en 1877.

Luis se trasladó con sus cinco hijas a Lisieux, donde vivía el hermano de Celia con su familia. Su cuñado Isidoro era farmacéutico y acogió a sus sobrinas como si fueran sus hijas.

Después de la entrada de Teresita en el Carmelo, se le manifestó una enfermedad neurológica, por lo que tuvo que ser internado en el psiquiátrico de Caen. Sus hijas Leonia y Celina lo cuidaron con afecto hasta su muerte en 1894. Son el primer matrimonio en el que los esposos fueron canonizados juntos". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.







jueves, 11 de julio de 2019

"Para mí la santidad consiste en ser yo mismo...".

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“Es cierto decir que para mí la santidad consiste en ser yo mismo y para ti la santidad consiste en ser tú mismo y que, en último término, tu santidad nunca será la mía, y la mía nunca será la tuya, salvo en el comunismo de la caridad y la gracia. Para mí ser santo significa ser yo mismo. Por lo tanto el problema de la santidad y la salvación es en realidad el problema de descubrir quién soy yo y de encontrar mi yo verdadero… Dios nos deja en libertad de ser lo que nos parezca. Podemos ser nosotros mismos o no, según nos plazca. Pero el problema es este: puesto que Dios solo posee el secreto de mi identidad, únicamente él puede hacerme quien soy o, mejor, únicamente Él puede hacerme quien yo querré ser cuando por fin empiece plenamente a ser. Las semillas plantadas en mi libertad en cada momento, por la voluntad de Dios son las semillas de mi propia identidad, mi propia realidad, mi propia felicidad, mi propia santidad”. (Semillas de contemplación). Thomas Merton.

jueves, 4 de julio de 2019

La Virgen del Carmen, los orígenes y la espiritualidad de la Orden de los Carmelitas Descalzos.


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                   María, madre, reina y hermosura del Carmelo



Los primeros carmelitas se consagraban a vivir «en obsequio de Jesucristo», tal como dice la Regla. Sus modelos eran el profeta Elías y la Virgen María. De hecho, desde finales del s. XII, todos los documentos que hablan de los ermitaños latinos del Carmelo afirman que se reunían en una capilla situada en medio de las celdas y dedicada a la Virgen María, venerada como la «Señora del lugar» e invocada como «Mater et decor Carmeli» (‘Madre y hermosura del Carmelo’). 

En el contexto feudal, los vasallos ofrecían obediencia al señor al que pertenecían las tierras en las que vivían, lo que significaba que tenían que hacerle algunos servicios y entregarle impuestos a cambio de su protección en los momentos de peligro. Los primeros carmelitas no se sentían vasallos de ningún señor feudal. Para ellos, Jesús y María eran los propietarios de las tierras del Carmelo donde habitaban, por lo que solo a ellos ofrecían su obediencia y solo de ellos esperaban ayuda y protección.



                                         Hermanos de María


La intimidad de vida con María era tan fuerte que se dieron a sí mismos el nombre de «Hermanos de la bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo». Como ella, querían «meditar todas las cosas referentes a Jesús, conservándolas en su corazón», para cumplir lo que manda la Regla: «Mediten día y noche en la Palabra de Dios a no ser que estén ocupados en otras legítimas actividades». A ella la tenían por modelo de vida en la oración constante y en el servicio de Cristo, por lo que la consideraban hermana mayor o priora (no olvidemos que el prior es el «primus inter pares», es decir el ‘primero entre iguales’). 

Este título les causó serios problemas cuando se trasladaron a Europa durante el siglo XIII. En aquella sociedad feudal admitían que unos religiosos se consagraran a ser «oblatos», «siervos» o «esclavos» de la Virgen. Pero les parecía una falta de respeto que quisieran ser considerados sus «hermanos» y que pretendieran una intimidad con ella que a muchos les parecía irreverente. En la época, todos alababan los privilegios de la Madre de Dios, pero pocos consideraban su vida real y se atrevían a proponerla como modelo de fe. Por eso les insistieron en que cambiaran el nombre de la Orden.

Además, el concilio IV de Letrán había prohibido en 1215 la creación de nuevas Órdenes religiosas. Numerosos obispos no aceptaban la presencia de los carmelitas en sus diócesis, alegando que pertenecían a una Orden nueva y desconocida. De nada servía que los carmelitas les recordaran sus orígenes en el Monte Carmelo y que su Regla había sido promulgada por el patriarca de Jerusalén. 

A pesar de que los sucesivos papas escribieron varias cartas de recomendación para los carmelitas, las persecuciones se sucedían, llegando en algunos casos a la prohibición de celebrar el culto público en sus iglesias y al desmantelamiento de sus pobres conventos. Muchos amigos de la Orden les sugerían que buscaran el patrocinio de algún señor feudal poderoso, al que ofrecieran su obediencia a cambio de protección, según las costumbres de la época; pero ellos se negaron, afirmando siempre que la única Señora a la que servían y que había de defenderlos era la Virgen María. Ella era la Señora del Carmelo y sus hermanos e hijos confiaban en su auxilio.



                                                El escapulario


Por entonces la gente normal disponía de poca ropa. Normalmente solo tenía una túnica, que se protegía con una especie de bata o gran delantal durante los trabajos. A esta prenda protectora se llamaba «escapulario», porque caía desde las «escápulas» (los hombros) cubriendo el pecho y las espaldas. Los siervos de cada señor feudal llevaban estos escapularios de un determinado color y tamaño, con lo que se podían distinguir en las guerras, a la hora de pagar peajes por atravesar las tierras del señor o participar en el mercado, etc. 

Como los carmelitas se negaron a tener ningún señor que les protegiera en la tierra, adoptaron el hábito y el escapulario de color pardo, de la lana de oveja sin teñir, que es el que llevaban los pobres y desheredados. Mientras tanto, seguían confiando en el auxilio de María.

Cuenta la tradición que un general de la Orden, de origen inglés y de nombre Simón Stock, especialmente devoto de la Virgen, rezaba cada día para que acabaran las persecuciones con la siguiente oración: «Flos Carmeli, Vitis Florigera, Splendor coeli, Virgo puerpera, Singularis,  Mater mitis, Sed viri nescia, Carmelitis sto Propitia, Stella maris». Que traducido al español dice: «Flor del Carmelo, Viña florida, Esplendor del cielo, Virgen singular. ¡Oh, Madre amable! Mujer sin mancilla, muéstrate propicia con los carmelitas, Estrella del mar».

Respondiendo a su oración, en 1251 la Virgen María habría venido a su encuentro con el escapulario marrón en sus manos, el mismo que los religiosos habían escogido, porque no querían señores feudales que les protegieran, ya que sabían que la Virgen era su Señora. Y la Virgen le habría dicho: «Este escapulario es el signo de mi protección». La verdad es que, a partir de entonces, fueron cesando las persecuciones y el escapulario se convirtió en signo de consagración a María y de su protección continua.

En torno al escapulario se multiplicaron las tradiciones. La más importante es la de «la bula sabatina», que parte de un sueño del papa Juan XXII, al que la Virgen del Carmen dijo que ella personalmente sacaría del purgatorio el sábado siguiente a su muerte a quienes fallezcan con el escapulario. 

Hay que reconocer que estas tradiciones se generalizaron siglos después de las fechas en las que habrían sucedido los acontecimientos, que permanecen envueltos en la niebla, pero gozaron de una popularidad cada vez mayor y fueron asumidas por varios papas e historiadores, sobre todo desde principios del s. XVII, en que la fiesta de la Virgen del Carmen se convirtió en la principal de la Orden. 

Con el tiempo se fundaron numerosas «cofradías de ánimas», que ofrecían misas por las almas del purgatorio en altares de la Virgen del Carmen. Muchos cuadros y relieves la representan con las almas del purgatorio a sus pies y con ángeles que sacan de las llamas a quienes están revestidos del escapulario. La archicofradía del Carmen llegó a ser la más extendida de toda la cristiandad, con sede en iglesias de todo el mundo. Hasta no hace mucho se necesitaba un permiso escrito del general de la Orden para que un sacerdote pudiera imponer el escapulario agregando, así, a los fieles a dicha archicofradía, que los papas enriquecieron con numerosas indulgencias.

A lo largo de los siglos son innumerables los fieles que han llevado el escapulario como signo de su amor a María. También son numerosos los prodigios y conversiones que la Virgen ha realizado entre los que llevan con fe y devoción esta prenda tan humilde. 

Pío XII escribió: «La devoción al escapulario ha hecho correr sobre el mundo un río inmenso de gracias espirituales y temporales». 

Y Pablo VI: «Entre las devociones y prácticas de amor a la Virgen María recomendadas por el Magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos, sobresalen el rosario mariano y el uso del escapulario del Carmen». 

Juan Pablo II lo llevaba siempre consigo y lo recomendó en muchas ocasiones, afirmando: «En el signo del escapulario se pone de relieve una síntesis eficaz de espiritualidad mariana que alimenta la vida de los creyentes, sensibilizándolos a la presencia amorosa de la Virgen Madre en su vida. El escapulario es esencialmente un “hábito”. Quien lo recibe queda agregado a la Orden del Carmen, dedicado al servicio de la Virgen por el bien de la Iglesia y experimenta la presencia dulce y materna de María. ¡Yo también llevo sobre el corazón, desde hace mucho tiempo, el escapulario del Carmen!». 

Por su parte, Benedicto XVI afirmó: «El escapulario es un signo particular de la unión con Jesús y María. Para aquellos que lo llevan constituye un signo del abandono filial y de confianza en la protección de la Virgen Inmaculada. En nuestra batalla contra el mal, María, nuestra Madre, nos envuelve con su manto».



                                              La Orden de María


La identificación entre los frailes carmelitas y la Virgen María, venerada como Madre y Hermosura del Carmelo, fue tan grande, que empezaron a ser conocidos como «la Orden de María» y se hizo común la afirmación: «Totus Marianus est Carmelus» («el Carmelo es todo de María»). Los carmelitas insistían en que su Orden había sido fundada por el profeta Elías en honor de la Virgen María, en que ellos habían construido el primer templo de la historia en su honor y en que ella les había dado numerosas pruebas de su predilección a lo largo de los siglos.

Lo que está claro es que en el s. XIV, mientras los papas residían en Aviñón, el día de la Inmaculada Concepción (ocho de diciembre) los miembros de la curia pontificia participaban en la misa y se quedaban a comer con los carmelitas, como hacían el día de san Benito con los benedictinos, el día de san Francisco con los franciscanos y el día de santo Domingo con los dominicos. Después del regreso de los papas a Roma se conservó la costumbre, visto que los capítulos generales del siglo XV imponían una tasa a todas las provincias para sufragar los gastos de dicha fiesta, a la que se procuraba invitar los mejores predicadores. Se conservan los nombres y los sermones de algunos de ellos.


Influida por esta mentalidad, santa María Magdalena de Pazzi tuvo una visión en 1584 en la que distinguía a los miembros de distintas Órdenes que iban por varios caminos al jardín del paraíso. Al llegar, cada grupo de religiosos se colocaba junto a un árbol y una fuente y se alimentaba de sus frutos y bebía de sus aguas. Ella explica que las fuentes representaban los méritos de sus respectivas Órdenes y los árboles a sus fundadores: san Agustín, santo Domingo, etc. El camino de los y las carmelitas no terminaba junto a ningún árbol, sino que conducía directamente a la Virgen María, la señora del jardín, que los alimentaba con el fruto de su vientre, su hijo Jesús y les daba a beber del agua de la gracia". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.


https://padreeduardosanzdemiguel.blogspot.com/2019/07/mes-de-la-virgen-del-carmen.html?spref=fb&fbclid=IwAR26-MkcQ7Fn8P9cvZ8czXIs7-rc1veRyG6WG_DUDJCjSDpPCvdJ-dN8HjM

miércoles, 3 de julio de 2019

El mes de la Virgen del Carmen


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"Ya ha llegado julio, el mes de la Virgen del Carmen. Para que nos vayamos preparando a vivir su fiesta con intensidad, recupero aquí un artículo del periodista carmelita P. Eduardo Tomás Gil de Muro (1927-2012).

Señora y Madre Nuestra: no quiero llamarte Reina en esta mañana de tu particular presencia entre nosotros. Eso de Reina, referido a ti, me suena siempre como a empalagoso y distante. Te decimos Reina y te dejamos a solas en tu trono, esperando a que vayamos a verte tras haber presentado reverentemente la instancia que en estos casos se necesita para conseguir audiencia. Y entras después a tu salón de respeto –que es como se llama al salón del trono– y te tienes que inclinar humildemente o arrodillarte o hacer como que se te besa la mano. Que yo he visto muchas veces que esto es lo que hacen los cortesanos cuando saludan a su señora la Reina.

Y a ti, ya te digo, me molesta mucho ponerte así de enfática y majestuosa, que es como decirte que no te metas para nada en nuestras cosas de cada día, que ya iremos nosotros con algunas de ellas –las menos vergonzosas– a decírtelas a media voz en los breves momentos que para la audiencia se nos han concedido. De manera que no, que no me gustas así. Y que por eso me vas a disculpar que te rebaje el protocolo. Eres mi Reina, pero como si no lo fueras.

En este momento lo único que me interesa es que seas, ante todo, mi dulce y cercana madre. Así, además, en letra minúscula y de las de andar por casa. 

Verás: no va bien esta vida que estamos viviendo tus hijos. Hay muchas urgencias repartidas injustamente por ahí. Hay gente nuestra que pasa hambre. Niños nuestros a los que regalan fusiles cuando llegan las fiestas en lugar de darle algún juguetillo para la paz. Va un hombre y pierde el oremus y se lía a tiros con los viejos compañeros. Va un obispo, tiene un accidente con su flamante coche y deja abandonado en medio de la carretera al pobre hombre al que ha atropellado. Van unos políticos, hacen un desmadre urbanístico y buscan refugio a su baladronada sin siquiera pedir perdón por ella y echan sobre los hombros de otros los disparates de sus compañeros de timba: gente que pasaba por allí y que ni siquiera por descuido se había metido en el negocio. 

Total, madre, que nos han arrugado a todos un poco y que nos han quitado la escasa fantasía que nos que daba para seguir confiando en esto de los pronunciamientos populares. Y que ahora todo son fantasmas cercanos.

Y alguien va a tener que volver a encender nuestras lámparas sensatas. Si te cuento estas cosas es porque, en esta tarde de tus vísperas de fiesta. Los dolores de alma que ando arrastrando tienen mucho que ver con lo que ahora acabo de decirte. Que ya me dirás Tú que si no las pongo en tus manos, a ver en manos de quién las pongo.

A ti, la del Monte –la del Monte Carmelo–, que bajes al valle de nuestras lágrimas y te enteres. Y a ti, Señora de los Mares, que te vengas al pantalón, que aparques en él tu barquilla y que recorras a pie los caminos de nuestra vida. Donde te vas a encontrar con el cansancio de nuestros pies y con la lejana y dura esperanza que –a pesar de todo– todavía somos capaces de poner en ti, Esperanza Nuestra...". P. Eduardo Tomás Gil de Muro, ocd



3 de julio, apóstol santo Tomás


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"El 3 de julio se celebra la fiesta del apóstol Tomás, apodado Dídimo, que significa "mellizo". Cuando Jesús decide emprender su último viaje a Jerusalén, Tomás dice a sus compañeros: "Vamos también nosotros para morir con él" (Jn 11,16); después de la Última Cena, le dice a Jesús: "Señor, no sabemos adonde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?" (Jn 14,5).

Después de la resurrección de Jesús y de su primera aparición a los discípulos, les dice: "Si no veo las señales dejadas en sus manos por los clavos y meto mi dedo en ellas, si no meto mi mano en la herida abierta en su costado, no creeré" (Jn 20,25); Ocho días después, cuando Jesús le invitó a meter los dedos en sus llagas, exclamó: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20,26-29).

Poco más sabemos de él con certeza. La tradición dice que predicó y fue martirizado en la India. En Malabar (al sur de la India), los llamados "cristianos de santo Tomás", de rito sirio-malabárico, conservan la tradición de que él los evangelizó y veneran el lugar de su martirio y sus reliquias. También afirman que construyó un palacio para el rey local, por lo que se le suele representar con los símbolos de los arquitectos (una escuadra o instrumentos de construcción), además de con los símbolos de su martirio (una lanza u otros instrumentos de tortura)...". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

lunes, 1 de julio de 2019

Sigamos a Jesucristo con decisión




"San Lucas comienza su evangelio con una introducción en la que presenta algunos acontecimientos relativos a la concepción de Jesús y a su infancia (Lc 1-2).

Después desarrolla la primera parte de su evangelio, en la que habla de la predicación de Jesús y de su actividad en Galilea, en torno al lago de Genesaret y alrededores (Lc 3,1-9,50).

Esa primera sección concluye con las preguntas de Jesús: «¿Quién dice la gente que soy yo... Quién soy yo para vosotros?». A la respuesta de Pedro: «El mesías de Dios», Jesús responde con el primer anuncio de su pasión, explicando qué mesianismo es el suyo. 

A continuación encontramos la segunda parte del evangelio de Lucas, en la que se presenta el camino de Jesús hacia Jerusalén con todas las cosas que le suceden durante ese viaje (Lc 9,51-19,27).

El evangelio concluye con los relatos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús (Lc 19,29-24,53).

Hoy leemos en la misa la narración del inicio del viaje de Jesús hacia Jerusalén (Lc 9,51-62). A lo largo de ese camino se manifiesta con claridad quién es Jesús y cuál es su propuesta de vida para quienes quieren seguirle.

De momento queda claro que los cristianos estamos «en camino hacia la Jerusalén celestial» y no tenemos morada permanente en esta tierra.

El lenguaje de Jesús es duro y desconcertante: «Sígueme... Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza... Deja que los muertos entierren a sus muertos». 

Está claro que los muertos no pueden enterrarse a sí mismos, por lo que hay que interpretar el texto en su contexto: se refiere a la necesidad de poner a Jesús por delante de todo lo demás, a tomar en serio su seguimiento, a no permitir que nada nos aparte de su amistad.

Igual que algunos no quisieron recibir a Jesús, otros nos rechazarán a nosotros. Nuestra tentación (como la de los apóstoles) es la de usar violencia contra los que «no son de los nuestros» o la de desanimarnos y abandonar el camino iniciado. 

Pero Jesús nos invita a seguir adelante, sin dejar que las dificultades o las contradicciones nos desvíen del camino iniciado.

San Juan de la Cruz lo dice así:
«Buscando mis amores
iré por esos montes y riveras,
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras
y pasaré los fuertes y fronteras».

Sin detenernos en lo que nos gusta (las flores) ni ante lo que nos asusta (las fieras) caminemos con Cristo...". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

sábado, 29 de junio de 2019

Solemnidad de san Pedro y san Pablo.


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"El 29 de junio se celebra la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, que sufrieron el martirio en Roma, en tiempos del emperador Nerón. Sus sepulcros se conservan en las grandiosas basílicas de San Pedro en el Vaticano y San Pablo Extramuros


La Iglesia tiene otras dos fiestas en las que honra a cada uno de ellos por separado:
- La conversión de san Pablo (25 de enero).
- La cátedra de san Pedro (22 de febrero)..."



"Teresa de Jesús tuvo algunos amigos especiales dentro de la Biblia. Creyentes grandes que le ayudaron a vivir la fe, que le dieron luz para seguir el evangelio y le sirvieron de inspiración. Uno de ellos es Pedro.

Él y Teresa comparten una experiencia fundamental que cambió sus vidas radicalmente. Tal vez por eso, Pedro acude muchas veces a la pluma de Teresa. Los dos llegan con una invitación que hoy sigue siendo necesaria en la vida de cada creyente y de la Iglesia.

Lo que transforma la vida de ambos es el encuentro con Jesús. Lo hace inmediatamente, porque algo cambia en ellos, pero no es un cambio total repentino, aunque Pedro deja sus redes al instante (en cuanto Jesús dice: «Venid conmigo») y Teresa entra en un convento a los veinte años y hace su profesión «con gran determinación y contento», como ella misma dice.

No basta dejar las redes ni «todas las cosas del mundo y lo que teníamos por El». Teresa dirá: «Los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas». Teresa ha heredado y hecho propia la fe madurada por Pedro: el Jesús que llama y fascina es, también, el Siervo de Dios.

Pedro y Teresa tendrán que recorrer un largo camino que va de la autosuficiencia a la confianza. De una cierta presunción al abandono. Tendrán que dejar de creer que las propias fuerzas bastan para vivir el camino que abre Jesús y ceder el protagonismo, dejarse llevar por la corriente de amor que ha asaltado sus vidas.

Teresa recuerda las negaciones de Pedro como el gran paso de su vida: «Salió de aquella quiebra no confiando nada de sí, y de allí vino a ponerla [la confianza] en Dios». De ella misma, dirá: «Suplicaba al Señor me ayudase; mas debía faltar… no poner en todo la confianza en su Majestad y perderla de todo punto de mí».

Los dos entendieron que había que rendirse, abandonarse a algo mayor. No con afán destructivo, sino por el deseo que despierta el encuentro con Jesús y la necesidad de salir de la propia ceguera, al comprender que aleja del amor. «Rendida y confiada» creía Teresa que era posible avanzar en el seguimiento de Jesús. Y Pedro, después de su negación, firmaría las palabras de ella: «Considerando en el amor que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié; de mí, muchas veces». Por eso, ni Pedro ni ella desesperaron.

Teresa acude a Pedro para animar: «Pensaba muchas veces que no había perdido nada San Pedro en arrojarse en la mar, aunque después temió. Estas primeras determinaciones son gran cosa». Sabe que el miedo puede abortar un camino de alegría. Y muy gráficamente, dirá que no hay que ser como sapos ni «solo cazar lagartijas».

Andar con cuidado, sí. Buscar maestros, también. Pero es importante «tener gran confianza, porque conviene mucho no apocar los deseos… podremos llegar a lo que muchos santos». La figura de Pedro le suscita fortaleza y autenticidad, y añade: «¡Siempre la humildad delante, para entender que no han de venir estas fuerzas de las nuestras!».

Recordará que Pedro, cabeza de la Iglesia, era un sencillo pescador, sin otro abolengo. Le interesa recalcar que no hay que «hacer caso ninguno del linaje las que de veras quieren ser hijas de Dios». Le importa que se haga visible que la verdadera dignidad viene de la fraternidad, del Padre que une a todos los seres humanos.

Evocará, también, el episodio en que Jesús pide a Pedro ir mar adentro, hasta lograr una gran pesca. Lo hace porque comparte con él una experiencia muy importante: el estremecimiento ante la divinidad. La emoción por la presencia bondadosa y salvadora, junto al sentimiento de pequeñez, el reconocimiento de la propia realidad humana.

Pedro se postra, diciendo: «Aléjate de mí, porque soy un hombre pecador, Señor» y Teresa comenta sus palabras, diciendo: «Todo este cimiento de la oración va fundado en humildad». El sostén de todo es descubrir que Él es el Señor, ante quien solo cabe la confianza amorosa y el seguimiento.

Aunque el apóstol aparece en más ocasiones, entra en escena en un momento clave de las VII Moradas, cuando Teresa explica para qué tanta oración y por qué seguir un camino espiritual: para vivir y servir como Jesús. Lo que Pedro ha recibido –igual que Teresa–, toda la experiencia de fe y amor que ha vivido, tiene un fin: «Que nazcan siempre obras», obras de amor.

Vivir desde el encuentro con Jesús define al cristianismo. Teresa escribirá: «No está el negocio en guardarnos de los hombres… ni en tener hábito de religión o no… ni en lo que toca al cuerpo… sino en contentar a Dios» —que era lo que hacía Jesús. Es lo mismo que Pedro decía: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Después, los dos sentirán la urgencia de compartir y comunicar: «No podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído».

Pedro y Teresa hablan de la necesidad constante a volver a Jesús, e invitan a una confianza en Él sin límites. Recuerdan que acoger el Espíritu deshace los miedos y lleva a la verdadera misión: la de dar a Jesús y ofrecer salud en su nombre. Y así, valen para los dos las palabras de Pedro: «No tengo plata ni oro; pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar»".



Uno de los textos en que la Santa habla de san Pablo

"... Considero algunas veces, cuando una como yo, por haberme el Señor dado esta luz con tan tibia caridad y tan incierto el descanso verdadero, por no lo haber merecido mis obras, siento tanto verme en este destierro muchas veces, ¿qué sería el sentimiento de los santos? ¿Qué debía de pasar san Pablo y la Magdalena y otros semejantes, en quien tan crecido estaba este fuego de amor de Dios? Debía ser un continuo martirio. Paréceme que quien me da algún alivio y con quien descanso de tratar, son las personas que hallo de estos deseos; digo deseos con obras; digo con obras, porque hay algunas personas que a su parecer están desasidas, y así lo publican y había ello de ser, pues su estado lo pide y los muchos años que ha que algunas han comenzado camino de perfección; mas conoce bien esta alma desde muy lejos los que lo son de palabras, o los que ya estas palabras han confirmado con obras; porque tiene entendido el poco provecho que hacen los unos y el mucho los otros, y es cosa que a quien tiene experiencia lo ve muy claramente" (Vida, 21,7)".


Tomado de elblogdelpadreeduardo.blogspot.com