lunes, 17 de septiembre de 2018

San Alberto de Jerusalén y la Regla de los carmelitas


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"Hablando con propiedad, san Alberto no redacta una Regla (aunque, con el tiempo, su documento llegue a serlo). Respondiendo a la petición de los ermitaños latinos, redacta una «Norma de vida» (‘vitae formula’), usando una terminología propia de la época para estos documentos que regulaban la vida de grupos de consagrados que no eran exactamente monjes ni frailes. 

En ella recoge el «propositum» (que puede ser traducido tanto por la ‘motivación’ como por la ‘finalidad’) que debe guiar la vida de los consagrados y de todos los cristianos: «vivir en obsequio de Jesucristo y servirle fielmente con corazón puro y buena conciencia» (n. 2). 

Para que puedan cumplirlo en fidelidad a la propia vocación, da algunas normas prácticas: la obediencia al prior, tener celdas individuales, comer juntos, rezar las horas canónicas, celebrar la eucaristía, reunirse periódicamente para revisar la vida (nn. 4-17). 

Después añade algunas consideraciones doctrinales: revestirse de las virtudes cristianas, trabajar para ganarse el alimento, conservar el silencio, servir con humildad (nn. 18-23). 

En total, consta de 24 números de un solo párrafo de pocas líneas, algunos de una o dos. 

Los dos primeros números son como un prólogo o introducción, los siguientes (muy pretenciosamente llamados «capítulos» en algunas ediciones) son el cuerpo doctrinal y legislativo y el último es el epílogo o recomendación final. (Hasta 1998 los o.c.d. la dividían en veintiún números y los o.carm. en dieciocho, más prólogo y epílogo. Ese año los consejos generales de ambas Órdenes aprobaron una nueva numeración que –por desgracia– aún no se ha generalizado).

La Regla de san Alberto invita a los religiosos a vivir con alegría sus votos de obediencia, castidad y pobreza (n. 4), a la práctica de la oración personal (n. 10) y comunitaria (nn. 11 y 14), a la lectura de la Sagrada Escritura (nn. 7, 10 y 19), al cultivo de la soledad y del silencio interior y exterior (n. 21), a la laboriosidad (n. 20), al servicio humilde (nn. 22 y 23) y a la austeridad de vida (nn. 16 y 17), aunque sin rigidez, ya que los preceptos pueden ser dispensados por «la enfermedad, la debilidad corporal u otro justo motivo […] pues la necesidad no tiene ley» (n. 16). 

El número 10 es el corazón de toda la normativa: «Permanezca cada uno en su celda o junto a ella, meditando día y noche la ley del Señor y velando en oración, a no ser que deba dedicarse a otros justos quehaceres». 

Siguiendo el ejemplo del profeta Elías, el Carmelita debe esforzarse por vivir siempre en presencia de Dios, dejando que él llene su mente y su corazón, relacionándose amorosamente con él en la oración, dejándose instruir por su Palabra: «Fortaleced vuestros pechos con pensamientos santos […], de manera que améis al Señor vuestro Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas […]. La palabra de Dios habite en toda su riqueza en vuestra boca y en vuestros corazones. Y lo que debáis hacer, hacedlo conforme a la Palabra del Señor» (n. 19).

El epílogo es una invitación a la generosidad personal, para ir más allá de la ley y no contentarse solo con cumplir lo establecido, con una nueva invitación a la moderación: «Si alguno está dispuesto a dar más, el Señor mismo, cuando vuelva, se lo recompensará. Hágase uso, sin embargo, del discernimiento, que es el que modera las virtudes» (n. 24)". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

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