lunes, 7 de enero de 2019

Un niño "como los demás".



"La vida de Cristo —hora es ya de que vayamos comprendiéndolo— es el reino de lo humanamente absurdo. ¿Qué redentor es este que «malgasta» treinta de sus treinta y tres años cortando maderitas en un pueblo escondido del más olvidado rincón del mundo? 

Habrá que decir pronto esto: un Dios que baja a morir trágicamente tiene su poco o su algo de lógica. Una crucifixión es, en definitiva, un gesto heroico que parece empalmar con la grandiosidad que atribuimos a Dios. 

Tampoco desencaja del todo un Dios-hombre dedicado a «seducir» multitudes o a pronunciar las bienaventuranzas. 

Un Dios que expulsa a latigazos a los mercaderes parece un Dios «digno», lo mismo que el que supera los sudores de sangre del huerto y acepta, como un Hércules, el combate y la muerte. 

Sí, lo absurdo no es un Dios que acepta la tragedia de ser hombre: lo verdaderamente desconcertante es un Dios asumiendo la vulgaridad humana, la rutina, el cansancio, el ganarse mediocremente el pan. A no ser que... nos hayamos equivocado de Dios y el verdadero nada tenga que ver con nuestras historias.

Los treinta años de oscuridad no son, pues, un preludio, un prólogo, un tiempo en el que Cristo se prepara —¿cómo se iba a «preparar»?— para hacer milagros y «entrar en su vida verdadera». Son, por el contrario, el mayor de los milagros, la más honda de las predicaciones. 

En rigor tendríamos que decir que fueron estos treinta años la «vida verdadera» de Jesús y que los otros tres fueron, sencillamente, una explicación para que nosotros entendiéramos lo que, sin hechos exteriores, nunca hubiéramos sido capaces de vislumbrar. 

¿O es que pronunciar las bienaventuranzas será más importante que haberlas vivido durante treinta años o hacer milagros será más digno de Dios que haber pasado, siendo Dios, la mayor parte de su vida sin hacerlos? 

Pasar sin detenerse junto a estos treinta años de oscuridad, sería cortar a la vida de Jesús sus raíces, comer el fruto ignorando la savia que lo ha alimentado y formado. 

El silencio es, sí, la más alta de las palabras. Tendremos que escucharlo". José Luís Martín Descalzo.

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