"Ya hemos dicho que, en ultimo término, la conversión consiste en vivir conforme a las exigencias del bautismo. El Señor mismo nos indica tres medios útiles para conseguirlo: la oración, la limosna y el ayuno, a las que la Iglesia nos invita especialmente durante la Cuaresma. Antes de analizar en qué consisten y cómo vivir hoy cada una de estas tres prácticas, recordemos la actitud que Jesús exige para que sean auténticamente cristianas.
Invitación a la autenticidad (Mt 6,1-18)
Desde el inicio de Cuaresma, a modo de programa, la Iglesia recuerda la enseñanza de Jesús sobre las tres principales obligaciones religiosas judías:
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos […] Cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha […] Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y habla con tu Padre, que está en lo escondido […] Cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara» (Mt 6,1ss) .
En el corazón del Sermón de la Montaña, Jesús pide unas actitudes distintas de las que manifiestan los fariseos. Los «actos» (limosna, oración y ayuno) son los mismos, pero no las motivaciones.
Los fariseos las hacen buscando el aplauso de los hombres, la satisfacción de la propia vanidad. Por eso son «hipócritas», que literalmente significa «comediantes», los que llevan máscaras para representar distintos personajes en el teatro.
Los cristianos, por el contrario, solo deben buscar agradar al Padre, para parecerse a Jesús.
Lo primero que dice Jesús, antes de detenerse en cada una de ellas, es: «No hagáis el bien para que os vean los hombres».
Las tres han de realizarse desde esta clave. Deben ser la expresión exterior de unas actitudes interiores: generosidad, amor de Dios, esencialidad. De poco sirve realizarlas por otros motivos: tradición, moda, convencionalismos sociales.
Las buenas obras se deben hacer porque estamos convencidos de que son buenas, sin otras intenciones. Si no es así, no tienen valor religioso.
Las tres están tan íntimamente relacionadas, que cada una se apoya en la otra y ninguna es suficiente por sí misma, como recuerda san Pedro Crisólogo: «Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente. El ayuno, en efecto, es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlos, pues no pueden separarse».
La oración
Es el verdadero núcleo de la piedad. Juan Pablo II la presentó como un «arte» que hay que practicar continuamente, para perfeccionarlo y dar respuesta a la más urgente necesidad de nuestro tiempo: la búsqueda de una espiritualidad auténtica. Invitó a convertir todas las instituciones de la Iglesia en verdaderas «escuelas de oración» y a hacer de su enseñanza un objetivo prioritario.
La búsqueda de una experiencia personal del misterio, más allá de la religiosidad sociológica heredada, es la característica que mejor define a un número cada vez mayor de creyentes. Si no quieren naufragar en las revueltas aguas contemporáneas, las comunidades cristianas deben tomar en serio esta llamada a educar a sus miembros en la oración.
Es significativo que Jesucristo venció las tentaciones y la angustia por medio de la oración, tanto al inicio como al final de su vida pública: después del bautismo en el desierto y antes de su pasión en el Huerto de los Olivos.
En medio de su sufrimiento, Jesús oró diciendo: «Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz», para añadir a continuación: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).
En los momentos de oscuridad, también nosotros podemos lamentarnos ante el Señor, como Job, o luchar con él, como Jacob. Tenemos derecho a desahogar nuestro corazón y a pedirle lo que creemos que es bueno. Pero luego hemos de hacer como Jesús: abandonarnos en las manos del Padre.
Para alcanzarlo, no basta con dedicar algunos tiempos a la oración, sino que esta debe acompañar toda la vida, como pide san Juan Crisóstomo: «Una plegaria que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a unas horas determinadas. Conviene que elevemos la mente a Dios no solo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones».
Debemos orar en todo momento pero, para que nuestra oración sea auténtica, también necesitamos buscar momentos de silencio cada día para dedicarlos a «tratar de amistad con quien sabemos que nos ama», en palabras de santa Teresa de Ávila.
La práctica de la oración es necesaria siempre, pero la Cuaresma supone una especial invitación a practicarla.
El ayuno
Siguiendo la tradición judía, en los Hechos de los Apóstoles la oración se acompaña del ayuno (Hch 13,2-3; 14,23; 27,21). Desde el principio, la Iglesia lo privilegió como práctica de penitencia cuaresmal. Las distintas comunidades lo practicaban, pero no lograron un acuerdo sobre los productos concretos a los que se debe renunciar ni sobre la duración. Lo recuerda el historiador Sócrates (s. V):
«Algunos se abstienen de cualquier tipo de criatura viviente, mientras que otros, de entre todos los seres vivos solamente comen pescado. Otros comen aves y pescado […]. Otros se abstienen de comer fruta cubierta de cáscara dura y huevos. Algunos solo comen pan seco, otros, ni eso. Y algunos, después de ayunar hasta la hora nona, toman alimentos variados».
A finales del s. V, en los días de ayuno se tomaba una única comida, en la que se excluían la carne roja y el vino. Con el tiempo, también se eliminaron las aves, los huevos y los derivados de la leche.
La hora de esta comida era después de la misa de la tarde. Cuando pasó a celebrarse por la mañana, el almuerzo era después de vísperas.
Para acortar el ayuno, las vísperas de Cuaresma se fueron adelantando, hasta terminar teniéndose a última hora de la mañana. Esta costumbre se mantuvo hasta la última reforma litúrgica.
Por la noche se introdujo una colación (cena frugal, de un solo plato). Posteriormente, se añadió un desayuno sencillo. También se podían adquirir «bulas», por medio de un donativo estipulado, para comer carne u otros alimentos.
Pablo VI reformó la disciplina eclesiástica del ayuno y la penitencia en 1966, con la constitución apostólica «Poenitemini». En 1982, el Derecho canónico recogió sus disposiciones en el canon 1250.
Hoy la Iglesia prescribe la abstinencia de carnes o de otros alimentos todos los viernes del año, aunque los viernes fuera de Cuaresma puede cambiarse por una obra de piedad o de caridad.
El ayuno solo se mantiene el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo y obliga desde los 18 hasta los 60 años. Consiste en una sola comida completa y otras dos pequeñas tomas de alimento, que basten para desarrollar el trabajo ordinario.
La abstinencia obliga para toda la vida a partir de los 14 años.
Tanto el ayuno como la abstinencia pueden ser sustituidos por justa causa (debilidad corporal, la dureza del trabajo que se debe realizar, la incomodidad de un viaje).
Las Iglesias Ortodoxas, sin embargo, siguen dando gran importancia a los ayunos como medio para dominar las pasiones.
Todos los escritores eclesiásticos insisten en que el principal ayuno debe ser el de los vicios y malas palabras. Sin este, el otro no tendría sentido.
Dejando asentada la primacía del ayuno espiritual, profundicemos en el material. En nuestros días, muchos hacen régimen y van al gimnasio para adelgazar o mantenerse en forma, pero rechazan la ascesis por motivaciones religiosas. Esto exige una reflexión sobre el sentido de privarnos de alimentos y otras cosas que son agradables y lícitas.
Para ello, lo mejor es recordar las enseñanzas del mismo Cristo, que varias veces entró en polémica con los fariseos por motivos relacionados con el ayuno. Jesús lo rechaza si no sirve para buscar la voluntad de Dios (cf. Mt 6,18).
De hecho, cuando Satanás le propuso una manera de ser Mesías distinta de la que Dios quería para él, le respondió con rotundidad que «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4).
Para Jesús, el ayuno consiste en colocar la Palabra de Dios por encima de cualquier otra cosa, en amar el alimento espiritual más que el corporal.
Por eso, la Iglesia pide «que nos hagas sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y nos enseñes a vivir constantemente de toda palabra que sale de su boca».
El pecado de Adán consistió en la desobediencia (comer del fruto que Dios le prohibió). Con el ayuno, buscamos purificar nuestras pasiones y someternos a la voluntad de Dios, recordando que el Señor también dijo: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4,34).
El ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana.
Pero el ayuno no solo abarca los alimentos, sino también otras actividades humanas. Un antiguo himno de la liturgia dice: «Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención».
Hoy podría ser un verdadero ayuno el moderarse en el uso de la televisión, de Internet, del teléfono móvil, etc. Lo importante es poner a Dios en el primer lugar, por delante de cualquier otra cosa.
Por último, no podemos olvidar la dimensión social del ayuno. Los Santos Padres insistían en que el ayuno ayuda a comprender mejor a los que pasan hambre.
Por eso, lo ayunado se debería dar a los pobres, como afirma la liturgia: «Con nuestras privaciones voluntarias nos enseñas […] a repartir nuestros bienes con los necesitados». Al aceptar de manera libre y voluntaria privarnos de algunos bienes para compartirlos con los necesitados, cultivamos la misericordia.
La limosna
La Biblia la recomienda encarecidamente: «Haz limosna con tus bienes y no te desentiendas de ningún pobre y Dios no se desentenderá de ti. Da limosna según tus posibilidades […] La limosna libra de la muerte y no deja entrar en las tinieblas. […] Si algo te sobra, dalo en limosna y no te entristezcas al darlo» (Tob 4,7-16).
La limosna hace agradables a Dios nuestras ofrendas y oraciones. Más aún, entre los frutos de la limosna se encuentra también el perdón de los propios pecados: «La caridad cubre multitud de pecados» (1P 4,8).
En primer lugar, la limosna enseña a tener una relación correcta con las otras personas. Cuando el Antiguo Testamento estableció la obligación del diezmo para socorrer a los levitas, a los emigrantes, a los huérfanos y a las viudas (cf. Dt 14,28-29), indicaba a los israelitas la importancia de la limosna y les ofrecía un cauce para realizarla. De alguna manera, el diezmo recordaba que lo que hemos recibido de Dios no es para nosotros solos, por lo que no podemos desinteresarnos de los demás.
En segundo lugar, la limosna ayuda a tener una relación correcta con las cosas, ya que enseña que los bienes de la tierra no son fines en sí mismos, sino medios para asegurar la subsistencia (la propia y la de los demás). La tentación de idolatrar las riquezas es tan fuerte que Jesús tiene que advertir con severidad: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13). Es sorprendente comprobar cómo nuestros corazones pueden terminar siendo esclavos de sus posesiones. Si somos capaces de compartir, aunque nos cueste, entramos en la verdadera libertad de espíritu.
Por último, una característica propia de la limosna cristiana es la discreción, según la enseñanza de Cristo: «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha […] así tu limosna quedará en secreto» (Mt 6,3-4). Podría parecer que hay que dar publicidad a las buenas obras, para que otros se sientan llamados a realizarlas también, sin embargo, el riesgo de la autocomplacencia es muy peligroso. Por eso, Jesús nos pide discreción cuando realizamos obras de misericordia que realiza". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.
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