miércoles, 4 de julio de 2018

La vida de las carmelitas descalzas


"Santa Teresa de Jesús  fundó el convento de san José de Ávila en 1562.  En el «palomarcico» de san José (así llamaba ella a sus conventos) estableció una manera de vivir que, en lo esencial, hoy se puede encontrar en cualquier Carmelo.

Al llegar desde el monasterio de la Encarnación a su nueva casa, lo primero que hace es cambiarse el nombre, como signo de que inicia una nueva vida. Ya no se llamará «Dª Teresa de Cepeda y Ahumada», sino «Teresa de Jesús». Sus compañeras también cambian los apellidos civiles por otros religiosos. Entre ellas no es importante la familia de proveniencia, ya que todas se consideran iguales, hijas del mismo Padre celestial y esposas del mismo Señor Jesús. 

En principio, no se admiten criadas ni «legas» (hermanas sin formación que entraban al servicio del monasterio sin tener los mismos derechos que las religiosas «de coro»). 

Tampoco tratamientos que indiquen la pertenencia a un estado superior, ya que se busca la vivencia de una fraternidad intensa y sencilla. «Aquí todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar», escribirá la madre Teresa, que añadirá que vivirán del trabajo de sus manos y que, independientemente del cargo que ocupen, todas se turnarán en los servicios necesarios para el mantenimiento de la casa: cocina, limpieza, cultivo de la huerta, atención a la portería... «La tabla de barrer, que empiece por la priora». 

La autoridad se ejercitará como un servicio abnegado, avalado por la vida antes que por las leyes: «La priora procure ser amada para ser obedecida»

Las candidatas serán muy bien seleccionadas, para que solo entren aquellas verdaderamente vocacionadas y capacitadas para su estilo de vida. Insistía a las monjas en que «nunca dejen de recibir a las que vinieren a querer ser monjas por no tener bienes de fortuna, si los tienen de virtudes». Para ella es más importante un buen entendimiento que un buen apellido o una buena dote. 

Procura que cada una se alimente y reciba según su necesidad, independientemente del cargo y de la edad. Particularmente, habrá que atender a las enfermas con la máxima solicitud: «Si es necesario, que les falte lo necesario a las sanas para dar capricho a las enfermas». 

Amiga de la cultura y de las buenas letras, Teresa quiere que sus monjas se formen. Es enemiga de «devociones a bobas». Quiere que la vida espiritual se construya sobre cimientos sólidos. Para eso llama a los mejores predicadores que encuentra, para que tengan en la iglesia y en el locutorio pláticas para las religiosas. La priora debe tener cuidado de que la biblioteca conventual disponga de buenos libros y el horario debe permitir que las hermanas dispongan todos los días de tiempo para la lectura espiritual y para la formación. 

Pero «las letras» no son un fin en sí mismas, sino un medio para conocer mejor y amar más a Jesucristo. Teresa sabe que puede surgir una soberbia sutil en quienes se creen superiores por tener más estudios o conocimientos. Insiste a sus monjas en que sean sencillas en el trato. No deben ser rebuscadas en el hablar ni entrar en discusiones por cuestiones de palabras o de conceptos. Entre las carmelitas descalzas, la cultura no puede entrar en contradicción con la llaneza y la naturalidad. 

Todas se sentirán miembros de una única familia en la que las virtudes humanas, que favorecen la convivencia, se convierten en el fundamento de la consagración religiosa: la sinceridad, la afabilidad, la educación, el agradecimiento, la laboriosidad, la higiene... 

Introduce en la vida de las monjas la novedad de dedicar una hora por la mañana y otra por la tarde a la convivencia intensa y distendida. Es la «recreación», en la que se comparten las alegrías y las contradicciones de la jornada entre poesías, canciones y bromas, mientras se cose o se realizan otras actividades que no exijan demasiada atención". "... En su época, la autenticidad de la vivencia religiosa se medía por la capacidad de renuncia y sufrimiento. En las vidas de los Santos se leían sus penitencias, sus ayunos y sus sacrificios. Ella había querido imitarlos con fatales consecuencias para su salud. Ahora, desde su experiencia personal, escribe que «en la vida de los Santos, hay cosas para admirar y cosas para imitar». Sus penitencias entran en la categoría de lo admirable, sus virtudes en la de lo imitable. En S. José se insistirá en la práctica de las virtudes, en la identificación con Cristo y con sus sentimientos, en la unión amorosa con él. La austeridad y la ascesis se harán con moderación y suavidad, «apretando más en las virtudes que en el rigor, que este es nuestro estilo». 

Como es natural en personas consagradas, la jornada está marcada por la celebración de los sacramentos y por el rezo de la alabanza divina. Aunque en el convento se viviera con gran pobreza, Teresa gustaba que se gastara lo necesario para la ornamentación de la iglesia (flores, perfumes, ornamentos litúrgicos, imágenes piadosas) y que las celebraciones se hicieran sin prisas y fueran participadas (en una carta da gracias por los misales recibidos y algunos testimonios confirman que tenía uno con el que seguía la misa). Muchas veces pedía a los sacerdotes amigos que explicaran a la comunidad el sentido de algún salmo o de alguna lectura del Oficio Divino. Ella comulgaba cada día (algo verdaderamente excepcional en su época) y quería que sus monjas también lo hicieran o, al menos, que comulgaran con mucha frecuencia. 

Pero en S. José la liturgia se celebrará con gran sobriedad. No quiere que sus monjas tengan que perder mucho tiempo en los ensayos de cantos difíciles ni que las celebraciones se conviertan en conciertos o en entretenimientos para personas desocupadas, por lo que prefiere el canto semitonado y las melodías sencillas a la polifonía. 

Donde Teresa pone el acento, porque es consciente de su originalidad, es en todo lo referente a la oración personal de las religiosas, a su dimensión contemplativa. Serán ermitañas, con habitaciones individuales y amplios tiempos dedicados a la soledad, especialmente una hora de oración silenciosa por la mañana y otra por la tarde. 

Ordinariamente la oración no se entiende como meditación, como esfuerzo de la inteligencia por comprender el misterio, tal como pretenden aquellos que «llevan las cosas con tanta razón y tan medidas por sus entendimientos, que parece que quieren comprender con sus letras toda la grandeza de Dios». Al contrario, la oración es un «trato de amistad», en el que se establece una relación afectuosa con Cristo. Contra lo que puedan decir algunos letrados, «no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho». No prescribe prácticas piadosas (ni aun el rosario, a pesar de que ella lo rezaba cada día), ni métodos ni fórmulas: «Lo que más os mueva a amar, eso haced». A algunas les ayudará comenzar con una lectura espiritual y a otras mirar con atención un cuadro o una imagen. A alguna le ayudará permanecer de rodillas y a otra sentada. Las jaculatorias piadosas serán útiles para unas y la contemplación de la naturaleza para otras. Ella sabe que todas las personas no pueden hacerse composiciones de lugar y concentrarse en la meditación, pero todos estamos capacitados para amar. Por eso insiste en que hablemos a Jesús con la misma naturalidad con que hablaríamos a un padre o a un esposo o a un amigo, contándole nuestras cosas, estando en su compañía, dejándonos mirar por él. Lo importante es que la oración sea auténtica y que no se desentienda de la vida, sino que desemboque en el ejercicio del amor y en el servicio (cf. F 5). 

De su enamoramiento por Cristo y de su relación personal con él brotarán sus ansias evangelizadoras y su amor apasionado a la Iglesia y a todos los hombres, especialmente a los que más sufren (pecadores, enfermos, pobres, etc.). De hecho, insistirá a sus monjas que su ocupación principal debe ser orar por la Iglesia y por sus necesidades, teniendo presentes a todos los hombres ante el trono de Dios, día y noche. Confiesa que las divisiones religiosas del momento fueron el motor que la impulsó a fundar san José: «Venida a saber los daños de estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal [...]. Y ya que tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que estos sean buenos; y así determiné a hacer esto poquito que yo puedo, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo [...]. Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados [...]. Para esto os juntó aquí el Señor; este es vuestro llamamiento, estos han de ser vuestros negocios» (CE 1,2ss). Su profundo amor a la Iglesia la lleva a identificarse con su causa y a dedicar todas sus energías a su servicio, sin perder tiempo en cosas secundarias: «Está ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, quieren poner su Iglesia por el suelo [...]. Hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia» (CE 1,5). 

Su pasión por las almas queda ampliamente recogida en sus escritos y en los testimonios de sus contemporáneos, como en este de Isabel de Sto. Domingo: «Decía muchas veces que, si fuera lícito que las mujeres pudieran ir a enseñar la fe cristiana, fuera ella a enseñarla a tierra de herejes, aunque le costara mil vidas». La presencia de los hermanos de Teresa en América, la tuvo informada de los avances y de los abusos de la conquista. Siempre estuvo preocupada por la suerte de los indígenas, llegando a escribir «que no me cuestan pocas lágrimas estos indios». 

Especiales ansias misioneras se despertaron en ella y en sus compañeras con motivo de la visita al locutorio de S. José de un amigo del obispo Bartolomé de Las Casas, que se dirigía con un memorial a defender la causa de los indios ante el rey y la Corte : «Acertó a venir un misionero franciscano, llamado fray Alonso Maldonado, muy siervo de Dios y con los mismos deseos del bien de las almas que yo (y los podía poner por obra, que yo le tuve mucha envidia). Venía de las Indias y comenzó a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina [...]. Me fui a una ermita con muchas lágrimas; clamaba a Nuestro Señor, suplicándole que diese medio para que yo pudiese hacer algo para ganar algún alma para su servicio [...]. Tenía gran envidia a los que podían ocuparse en esto por amor de Nuestro Señor» (F 1,7). 

Con sus ansias evangelizadoras crece también su sensibilidad hacia los más desfavorecidos y sus deseos de justicia para los pueblos evangelizados. Al año de fundado S. José, escribe una Cuenta de Conciencia para el P. Pedro Ibáñez, en la que le da cuenta de su oración y de su evolución en este campo: «Paréceme que tengo mucha más piedad que solía hacia los pobres, teniendo yo una lástima grande y deseo de remediarlos, que, si mirase mi voluntad, les daría lo que traigo de vestido. Ningún asco tengo de ellos, aunque los trate y llegue a las manos. Y esto veo que es ahora un don de Dios, que aunque por amor de él hacía limosna, piedad natural no la tenía. Bien conocida mejoría siento en esto» (CC 2,5). Más adelante, escribirá una carta a su hermano Lorenzo compartiéndole sus sufrimientos por algunas noticias que recibe sobre las conquistas americanas: «Me lastima ver tantas almas perdidas, y esos indios no me cuestan poco. El Señor los dé luz, que acá y allá hay mucha desventura. Como me hablan muchas personas, no sé muchas veces qué decir, sino que somos peores que bestias» (Cta. 24,20). 

En S. José surge incluso una «estética» teresiana. Santa Teresa proviene de La Encarnación, monasterio construido en las afueras de la ciudad con numerosas dependencias en torno a un claustro monumental, con una Iglesia capaz de albergar a muchos feligreses y con varios edificios alrededor del núcleo central para acoger a los capellanes, la servidumbre, los pajares, los animales de labranza... S. José surgirá como una casa más en medio de un barrio bullicioso, dentro del núcleo urbano. 
La capilla será pequeña y recogida, sin torre, sino con una campanilla colgada del muro, para llamar a la oración. La cocina, las celdas y las demás dependencias conventuales serán austeras y funcionales: paredes encaladas, pisos de baldosas de barro, vigas de madera sin decorar, una cruz desnuda en la pared, un poyo para escribir junto a la ventana, un candil, los útiles de trabajo (rueca, agujas de bordar, etc.) y un cántaro de agua para asearse. 
En la huerta, algunas flores junto al arroyo y unas pequeñas ermitas servirán de esparcimiento a las hermanas. Todo muy sencillo, muy recogido y muy limpio: «Mal me parece que de la hacienda de los pobres se hagan grandes casas. La nuestra sea pobrecita en todo y chica, que a trece pobrecillas, cualquier rincón les basta [...]. Que no haga mucho ruido al caerse el día del juicio» (CE 2,9). En los lugares comunes, colocará algunos cuadros e imágenes religiosas, con la intención de que despierten la devoción por encima del valor artístico o económico. Todo dirigido a la búsqueda de la belleza interior, la única que perdura en el tiempo". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd. 

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