“Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor” (Vida 32, 11).
“Pues comenzando a poblarse estos palomarcitos de la Virgen nuestra Señora,
comenzó la divina Majestad a mostrar sus grandezas en esta mujercitas flacas,
aunque fuertes en los deseos y en el desasirse de todo lo criado, que debe ser lo que
más junta el alma con su Criador, yendo con limpia conciencia. […] Su Majestad no
parece se quiere quitar de con ellas. Esto es lo que veo ahora y con verdad puedo
decir. Teman las que están por venir y esto leyeren; y si no vieren lo que ahora hay, no
lo echen a los tiempos, que para hacer Dios grandes mercedes a quien de veras le
sirve, siempre es tiempo, y procuren mirar si hay quiebra en esto y enmendarla. […] si
viere va cayendo en algo su Orden, procure ser piedra tal con que se torne a levantar
el edificio, que el Señor ayudará para ello” (Fundaciones 4, 5.7).
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