sábado, 27 de abril de 2019

Significado de la resurrección de Jesús.





"Con la muerte de Cristo, pareció fracasar su pretensión. Sus enemigos quedaron momentáneamente convencidos de que no se puede ir contra el sistema establecido y quedar impune. Lo que ellos vieron es que el rebelde que hizo algunos signos que confundieron al pueblo, que se mostró libre ante la Ley y las autoridades, que proclamó dichosos a los pobres y a los pecadores... acabó abandonado de sus seguidores y de su Dios. Su vida, su predicación y sus promesas parecieron no tener sentido. 

En un primer momento, sus discípulos se escondieron para no acabar como él. Sin embargo, los mismos que huyeron atemorizados, salen de pronto a la luz para gritar su fe. Sufren con heroísmo azotes, encarcelamientos, la misma muerte, por confesar a Jesús. 

Ellos anuncian lo que han experimentado: su encuentro con el crucificado que –paradójicamente– se les ha mostrado vivo. No es un sueño; no es un fantasma; es el mismo Jesucristo. Igual que antes, pero más que antes. Una presencia que se impone llena de poderío. Ellos son los testigos.

Los discípulos no cuentan cómo sucedió. Ellos no estaban allí, pero en medio del silencio de la noche, contra toda esperanza, Jesús resucitó, y ahora se ha hecho presente, vivo y actuante en sus vidas. 

No son ellos los que le han buscado o han provocado el encuentro. Él siempre lleva la iniciativa y se ha manifestado a las mujeres, a algunos discípulos, a los doce... juntos y por separado, haciéndoles comprender que se ha realizado lo que parecía imposible: Cristo ha vencido a la muerte y ahora vive para siempre. El Padre da la razón a Jesús y transforma su humillación en exaltación. 

Los primeros cristianos formulan su fe diciendo que Jesús resucitó «según las Escrituras». Esta indicación es esencial para entender bien el anuncio de la resurrección, puesto que la misma palabra «resucitar» no significa más que levantarse o despertar de un sueño. Pero en el caso de Jesús no nos encontramos ante un regreso a la situación anterior al momento de su muerte (como en el caso de Lázaro), sino ante una situación completamente nueva, que solo las Escrituras nos pueden explicar, porque no tenemos otros puntos de referencia en la historia humana. 

En la resurrección de Jesús se cumplen todas las Escrituras. Aunque pueda sorprendernos, la pasión, muerte y resurrección de Jesús entraban en el proyecto de salvación de Dios, preparado desde toda la eternidad y revelado desde antiguo. Por eso, los apóstoles hicieron un uso abundante del Antiguo Testamento para explicar el misterio de Jesús, especialmente el de su muerte y resurrección. 

Por otro lado, si nosotros creemos esta verdad, lo hacemos «según las Escrituras», es decir, sin más prueba y apoyo que el propio anuncio de los Apóstoles recogido en las Escrituras. Creer, aceptar la resurrección, es creer el anuncio del Nuevo Testamento. 

Que Jesús resucitó no significa que un muerto se puso de pie, que volvió a esta vida, sino que es muchísimo más: es el principio de la Nueva Creación. Significa que el Padre da la razón a Jesús y transforma su humillación en exaltación.

Todo lo que hizo y dijo Jesús revela su verdadero sentido porque se manifiesta auténtico, verdadero en él. Confió en el Padre hasta la muerte y el Padre le libró de la muerte, haciendo mucho más que devolverle la vida perdida: le convirtió en Primogénito, en el primer nacido del nuevo mundo que Jesús había anunciado, juez de vivos y muertos, última referencia de todo lo que existe. 

Y podemos tener la confianza de que todo lo sucedido en él está destinado a suceder en nosotros, porque él es el primero a quien siguen muchos hermanos, que mueren con él para vivir con él para siempre en el Reino de Dios.

Los que ahora lo encuentran, comprenden los signos que realizó, comprenden sus palabras, comprenden su muerte. Todo adquiere un significado nuevo, más profundo: «Ya no pesa condenación alguna sobre los que viven en Cristo Jesús. La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley, del pecado y de la muerte» (Rom 8,1-2). 

En Jesús descubrimos que la muerte física no es el final de nuestra existencia porque hemos sido creados para amar a Dios y compartir su vida. Su amor y su vida son definitivos, eternos. En su resurrección se nos confirma su anuncio. 

Al mismo tiempo, descubrimos en él que el dolor, el sufrimiento, las muertes de cada día, no frustran la realización de nuestra existencia. Las cosas, los afectos, los triunfos son secundarios para el cristiano. 

En Cristo sabemos que el amor gratuito de Dios (que es lo que da sentido a nuestra vida) no puede fallar y no tenemos miedo, porque estamos seguros de que «ni la muerte, ni la vida... ni otra criatura alguna, nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,31-39)". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

miércoles, 24 de abril de 2019

Emaús: La catequesis de Jesús y de la Iglesia.


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"Al morir Jesús, sus discípulos se dispersaron. Algunos regresaron a sus lugares de origen y otros permanecieron escondidos en Jerusalén. Todos se encontraban confundidos, asustados, sin esperanza.

La escena de los discípulos de Emaús ayuda a comprender el proceso por el que pasaron los primeros creyentes: desde la huida a la reunificación, del desánimo al entusiasmo. Proceso que se realiza a partir del encuentro con Jesús resucitado, que se hace presente en la explicación de las Escrituras y en la Fracción del Pan.

El capítulo 24 de Lucas es el último de su evangelio. Sirve para concluir todo el libro y para comprender tanto lo que viene delante (el evangelio, la historia de Jesús) como lo que se narrará después (los Hechos de los apóstoles, la historia de la Iglesia).

Los últimos meses de la vida de Jesús, los más intensos, fueron un gran viaje a Jerusalén, donde debían suceder cosas grandiosas, donde se debía establecer el reinado de Dios. 

Cuando Jesús hablaba de sufrimiento, no se atrevían a preguntar y preferían seguir con sus propias ideas sobre la manifestación del mesías. En Jerusalén ellos no vieron lo que esperaban, sino el fracaso de Jesús y de su proyecto. 

Ahora se vuelven a sus casas con el corazón roto, sin esperanza, por lo que confiesan: «Nosotros esperábamos…» (24,21); pero ya no esperan nada más. Ahora realizan el camino contrario al que hicieron con Jesús y, al alejarse de Jerusalén, se van hacia la oscuridad, entran en la noche.

Jesús sale al encuentro de sus ovejas perdidas y tristes, y se introduce en su conversación. Con paciencia les explica las Escrituras y les recuerda sus propias palabras para que comprendan el sentido de su muerte y de su resurrección (cf. 24,25-27). 

Jesús explica a la Iglesia lo que ella misma debe hacer a partir de entonces. En los Hechos de los apóstoles vemos que los discípulos interpretan lo que sucedió a Jesús a la luz de las Escrituras. 

Felipe, por ejemplo, al encontrarse con el eunuco etíope que leía a Isaías, «comenzando por aquel paso de la Escritura, le explicó todo lo que se refería a Jesús» (Hch 8,26-40). Después de bautizarle, Felipe desapareció, el eunuco no lo vio más y continuó su camino lleno de alegría (cf. Hch 8,39). 

Igual que les había sucedido a los discípulos de Emaús. El paralelismo le sirve a Lucas para explicar que la Iglesia solo tiene que hacer lo que hizo Jesús: interpretar su misterio a la luz de las Escrituras. 

Cuando los discípulos llegan a Emaús aún no reconocen a Jesús, a pesar de que él mismo les ha explicado las Escrituras. De momento, Jesús prosigue su camino y ellos le piden que se quede en su casa.

Confiesan que se encuentran en la oscuridad («es de noche») y Jesús se queda con ellos: «Se sentó a la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo entregó» (24,30). 

Vemos aquí las mismas palabras que en la narración de la última Cena (cf. 22,19). Ante el actuar de Jesús se abren sus ojos y le reconocen.

Ahora que los discípulos reconocen a su Señor, que se abren sus ojos, Jesús desaparece de su vista. Es el momento en que Jesús vuelve a su Padre, donde ha de ser descubierto. En esta eucaristía encontramos el culmen del evangelio de Lucas. No estamos en la del Jueves Santo, con Jesús que camina hacia el Calvario, sino en la celebración pascual, con Jesús que ya se encuentra en el seno del Padre.

Cuando los discípulos reconocen a Jesús, vuelven corriendo a Jerusalén; regresan con los apóstoles, con la Comunidad, que ahora confiesa: «Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (24,34)". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

martes, 23 de abril de 2019

Misiones 2019






La cincuentena pascual.

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Durante los primeros siglos del cristianismo, al mismo tiempo que se fue configurando un tiempo de preparación para la Pascua (la Cuaresma), surgió una prolongación de la misma en un periodo de alegría, que duraba 50 días y fue llamado Pentecostés, ya testimoniado por algunos textos del s. II, que prohíben arrodillarse en esos días, así como por Tertuliano († c. 220) y Orígenes († 254). Veamos la historia y el contenido de este periodo de tiempo:


El término fue tomado de la Biblia griega (Tob 2,1; 2Mac 12,32), que lo usa para traducir la fiesta de la siega (Ex 23,16) o de las semanas (una semana de semanas más un día festivo 7×7+1=50, tal como la explica Lev 23,15-16). 

En Canaán, la fiesta de "los Ázimos" suponía el inicio de la cosecha de los cereales, que concluía en "Shavuot" (en griego "Pentecostés"). 

Los israelitas historizaron ambas fiestas, convirtiendo la del inicio de la siega en celebración de la salida de Egipto y la del final de la siega en celebración del don de la Ley, ocasión para ratificar anualmente la alianza del Sinaí. 

En origen, Pentecostés no era una fiesta de un día, sino el conjunto de cincuenta días de fiesta en honor de la resurrección, pero pronto adquirieron especial importancia la primera semana (con catequesis mistagógicas para los neófitos), el día final (que terminó convirtiéndose en día bautismal, precedido por un ayuno de preparación y prolongado con una octava) y el cuarantésimo día (fiesta de la Ascensión, que ya san Agustín testimonia como observada por todo el mundo cristiano). 

La primera lectura de los domingos de la cincuentena pascual está tomada de los Hechos de los apóstoles y presenta el nacimiento de la Iglesia y la vida de los primeros cristianos. Casi todos los evangelios dominicales están tomados del evangelio según san Juan. 

El séptimo domingo de Pascua se celebra la Ascensión y el octavo domingo se celebra Pentecostés, especialmente consagrado al don del Espíritu Santo, que Cristo sigue enviando desde el Padre. 

Después, como corolario, vienen las fiestas de la Santísima Trinidad, el Corpus Christi y el Sagrado Corazón de Jesús". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.


lunes, 22 de abril de 2019

La Octava de Pascua.


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"Hoy comienza la "Octava de Pascua", en la que la Iglesia profundiza en el gozo de la resurrección de Cristo. Este acontecimiento es demasiado grande, demasiado hermoso, como para celebrarlo un solo día al año. 


Lo hemos preparado con intensidad durante 40 días (la Cuaresma) y lo seguiremos celebrando durante 50 días más (el tiempo Pascual). Después, cada domingo del año seguiremos celebrando "la Pascua de la semana". De momento, durante 8 días intentaremos vivirlo con un gozo especial. 

Veamos el origen y la historia de estos días:


La "Octava de Pascua" surgió en la Iglesia primitiva como consecuencia de la práctica bautismal. Los que querían hacerse cristianos (los "catecúmenos") eran introducidos en los contenidos de la fe con catequesis adecuadas durante la Cuaresma. Después recibían el bautismo en la Vigilia Pascual. 

Durante los ocho días que seguían al bautismo, los recién bautizados (los "neófitos") recibían la "mistagogía" o explicación de los sacramentos. 

Hasta entonces no se les comunicaban los contenidos de la eucaristía. Lo justificaban con las palabras del Señor: «No deis lo santo a los perros ni echéis perlas a los puercos» (Mt 7,6). 

La beata Egeria testimonia su extensión universal a finales del s. IV. Hablando de Jerusalén, dice: «Las fiestas pascuales son celebradas por la tarde, como entre nosotros, y durante los ocho días pascuales se hacen los divinos oficios por su orden, como se hacen en todas partes» (Itinerario 39,1). 

En Roma, los recién bautizados participaban durante toda la octava en la eucaristía, revestidos con las túnicas blancas que habían recibido en la vigilia pascual. Al concluirla, las depositaban sobre la tumba de san Pancracio, en el Gianicolo (por cierto, una Iglesia que regimos los carmelitas descalzos desde hace unos 400 años). 

De ahí tomaron el nombre el sábado y el domingo In albis con los que concluye la semana. La costumbre se ha mantenido hasta el presente. 

En el día octavo, también los bautizados el año anterior renovaban sus promesas bautismales en la llamada Pascha annotinum, como conmemoración del propio bautismo". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

domingo, 21 de abril de 2019

Domingo de Resurrección.

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"Después de celebrar la Semana Santa, el domingo de Pascua llega como un rayo de esperanza. Hemos vivido de cerca la muerte de Jesús. Y en su muerte hemos hecho memoria de todas nuestras muertes. Las muertes que vivimos día a día en nuestras personas, en nuestras familias, en el trabajo, en la sociedad, en el mundo. La guerra y la injusticia son muerte. Pero también lo son las enfermedades y los egoísmos, los rencores y los odios, que nos comen por dentro y van minando nuestra vitalidad. Tantas son las muertes que nos rodean que a veces podemos llegar a pensar que no tenemos futuro, que no hay salida. Parece que el hombre está definitivamente metido en un laberinto que no tiene más salida que la desesperación o, lo que es lo mismo, la muerte. 
      Pero muy de mañana unas mujeres fueron al sepulcro donde habían enterrado a Jesús y vieron quitada la losa del sepulcro. Fueron corriendo a avisar a los apóstoles. Pedro llegó y vio que Jesús no estaba allí. Y lo que es más importante: vieron y creyeron. La fe les hizo ver más de lo que veían sus ojos. Donde otros no verían más que un sepulcro vacío, ellos descubrieron otra realidad mucho más profunda: Jesús había resucitado, el Padre le había devuelto a la vida. La promesa de la resurrección se hacía en Jesús realidad y esperanza para toda la humanidad. Con ese último acto de su historia, todo lo que habían vivido y aprendido con Jesús cobraba un significado nuevo. Ahora la liberación esperada era mucho más profunda que la simple liberación política del dominio de los romanos o la llegada de un reino judío que igualase o superase al de Salomón. Si Jesús ha resucitado, entonces es que Dios nos ha liberado de la esclavitud más profunda: la esclavitud de la muerte. 
      En Pascua y ante el sepulcro vacío, los que creemos en Jesús comprendemos que no cabe en nuestras vidas lugar para la desesperación. Somos en adelante hombres y mujeres de esperanza. Sabemos, desde la fe, que para Dios no hay ningún caso desesperado. Por más difíciles, por más irresolubles, por más amenazadores, que sean nuestros problemas, mantenemos firme la esperanza. Y aunque nos llegue la muerte, sabemos que ni siquiera ésta es definitiva. Porque Jesús ha resucitado. 
      La resurrección de Jesús nos compromete con la esperanza. Nos llama a trabajar por crear esperanza a nuestro alrededor. Por regalarla a los demás como se nos regala la luz del cirio pascual que ilumina nuestra celebración. Defendemos la vida para todos porque el Dios de Jesús es Dios de Vida para todos. Y con nuestra forma de comportarnos día a día vamos regalando vida y esperanza. Para que nadie, nunca, se sienta desesperado". Fernando Torres, cmf.
No busquen entre los muertos al que está vivo.

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"La fe en la resurrección, es verdad, nos propone una calidad de vida, que nada tiene que ver con la búsqueda que se hace entre nosotros con propuestas de tipo social y económico. Se trata de una calidad teológicamente íntima que nos lleva más allá de toda miseria y de toda muerte absurda. La muerte no debería ser absurda, pero si lo es para alguien, entonces se nos propone, desde la fe más profunda, que Dios nos ha destinado a vivir con El. Rechazar esta dinámica de resurrección sería como negarse a vivir para siempre. No solamente sería rechazar el misterio del Dios que nos dio la vida, sino del Dios que ha de mejorar su creación en una vida nueva para cada uno de nosotros.
Por eso, creer en la resurrección, es creer en el Dios de la vida. Y no solamente eso, es creer también en nosotros mismos y en la verdadera posibilidad que tenemos de ser algo en Dios. Porque aquí, no hemos sido todavía nada, mejor, casi nada, para lo que nos espera más allá de este mundo. No es posible engañarse: aquí nadie puede realizarse plenamente en ninguna dimensión de la nuestra propia existencia. Más allá está la vida verdadera; la resurrección de Jesús es la primicia de que en la muerte se nace ya para siempre. No es una fantasía de nostalgias irrealizadas. El deseo ardiente del corazón de vivir y vivir siempre tiene en la resurrección de Jesús la respuesta adecuada por parte de Dios. La muerte ha sido vencida, está consumada, ha sido transformada en vida por medio del Dios que Jesús defendió hasta la muerte". Fray Miguel de Burgos Nuñez.

sábado, 20 de abril de 2019









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Historia y celebraciones del Sábado Santo


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"El Sábado Santo la Iglesia permanece en oración con María, la madre de Jesús. Si el Viernes es la «hora» de Cristo, a la que se encaminaba toda su existencia, el Sábado es la «hora» de María, en que la fe y la esperanza de la Iglesia se recogen en su corazón de Madre, como recuerda la Congregación para el Culto Divino: «En María, conforme a la enseñanza de la tradición, está como concentrado todo el cuerpo de la Iglesia. Ella es imagen de la Iglesia Virgen que vela junto a la tumba de su Esposo, en espera de celebrar su resurrección». Por eso, recomienda una celebración mariana en la mañana del Sábado Santo, como se hace cada año en la basílica romana de santa María la Mayor.

Durante los primeros siglos, el Sábado Santo, como el Viernes, fue día de ayuno «por la ausencia del Esposo». Los judíos terminaban su cena pascual a media noche. Quizás para diferenciarse de ellos, los primeros cristianos la iniciaban entonces y la prolongaban hasta el amanecer del domingo.

A partir del s. IV, cuando se generalizaron los bautismos en la Vigilia Pascual, se dedicó la mañana para ultimar la preparación de los catecúmenos. La celebración comenzaba con un exorcismo y seguía con el effetá, la última unción prebautismal, la renuncia a Satanás y la confesión de Cristo. En la Iglesia antigua, el catecúmeno se volvía hacia occidente (símbolo del ocaso del sol y, por tanto, del pecado y de la muerte) y pronunciaba un triple “no”: al demonio, a sus pompas y al pecado. Después se volvía hacia oriente (símbolo del nuevo sol que surge, de la luz y de Cristo) y pronunciaba un triple “sí”: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. 

Estos ritos se perdieron al desaparecer el bautismo de adultos. Con el pasar del tiempo, la vigilia nocturna se fue adelantando, hasta terminar celebrándose a primera hora de la mañana, dándose las extrañas paradojas de que los textos seguían hablando de la noche y la Cuaresma terminaba a mediodía del Sábado Santo (llamado Sábado de Gloria), que es cuando se hacían tocar las campanas y se tiraban los aleluyas (estampas con grabados y versos escritos) desde el campanario. Con la reforma iniciada por Pío XII (1951-1955) y culminada después del Vaticano II (1969-1970), el Sábado Santo queda configurado como día de oración y silencio. 

La Vigilia Pascual, celebrada después de la caída del sol, corresponde ya al Domingo de Resurrección, e inaugura la gran fiesta de la Pascua. Consta de cuatro partes:

- Comienza con la liturgia del fuego, en la que aclamamos a Cristo como Luz Nueva que ilumina la tierra (recordemos que la vieja creación también comenzó cuando Dios hizo la luz, el día primero). El cirio pascual, bendecido en esta noche santa, presidirá las celebraciones del tiempo pascual, así como los Bautizos y Funerales a lo largo del año. Cada uno de nosotros enciende su pequeña vela en la llama del cirio, directamente o a través de otros que la han recibido ya, como imagen de que queremos dejarnos iluminar por la luz de Cristo y colaborar con Él llevando a los demás su luz. 

- Sigue la Liturgia de la Palabra, en la que repasamos las grandes intervenciones de Dios a favor de la humanidad: la creación, el sacrificio de Abrahán, la salida de Egipto, las promesas de los profetas. Después de las lecturas del Antiguo Testamento, se canta el Gloria y se proclama la epístola. Después de 40 días sin cantar el Aleluya, en esta noche resuena con mayor alegría la aclamación al Evangelio. 

- En la Liturgia del Agua se bautizan los neófitos, si los hay, y todos renuevan las promesas bautismales, recordando que el Bautismo es participación sacramental en la Muerte y Resurrección de Cristo (si hay religiosos o religiosas, a continuación renuevan sus votos). Esta parte concluye con la oración de los fieles. 

- En la Liturgia Eucarística comulgamos el Cuerpo del Señor, sabiendo que el que recibe a Cristo resucitado, resucitará con Él". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

Sábado Santo.

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"La Vigilia Pascual es la gran fiesta de los cristianos, que inaugura las celebraciones de la Resurrección del Señor. 

Comienza con la liturgia del fuego, en la que aclamamos a Cristo como Luz Nueva que ilumina la tierra (recordemos que la vieja creación también comenzó cuando Dios hizo la luz, el día primero). El cirio pascual, bendecido en esta noche santa, presidirá las celebraciones del tiempo pascual, así como los Bautizos y Funerales a lo largo del año. 

Cada uno de nosotros enciende su pequeña vela en la llama del cirio, directamente o a través de otros que la han recibido ya, como imagen de que queremos dejarnos iluminar por la luz de Cristo y colaborar con Él llevando a los demás su luz. 

En el Pregón Pascual cantamos nuestro gozo, el de la Iglesia y el de la creación entera:

Exulten los coros de los ángeles, exulte la asamblea celeste y un himno de gloria aclame el triunfo del señor Resucitado. 

Goce la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con la gloria de Cristo, se sienta libre de las tinieblas.

Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.

Sigue la Liturgia de la Palabra, en la que repasamos las grandes intervenciones de Dios a favor de la humanidad: la creación, el sacrificio de Abrahán, la salida de Egipto, las promesas de los profetas. Después de las lecturas del Antiguo Testamento, se canta el Gloria y se proclama la lectura de san Pablo, que nos dice que nosotros también hemos pasado de la muerte a la vida por el bautismo. 

Después de 40 días sin cantar el Aleluya, en esta noche resuena con mayor alegría la aclamación al Evangelio. 

En la Liturgia del Agua se bautizan los neófitos, si los hay, y se renuevan las promesas bautismales, recordando que el Bautismo es participación sacramental en la Muerte y Resurrección de Cristo (si hay religiosos o religiosas, a continuación renuevan sus votos). Esta parte concluye con la oración de los fieles. 

En la Liturgia Eucarística comulgamos el Cuerpo del Señor, sabiendo que el que recibe a Cristo resucitado, resucitará con Él.

La bellísima secuencia de Pascua nos transmite los sentimientos de la Iglesia en esta fiesta: «Ofrezcan los cristianos / ofrendas de alabanza / a gloria de la Víctima / propicia de la Pascua. / Cordero sin pecado / que a las ovejas salva, / a Dios y a los culpables / unió con nueva Alianza... / Primicia de los muertos, / sabemos por tu gracia / que estás resucitado; / la muerte en ti no manda. / Rey vencedor, apiádate / de la miseria humana / y da a tus fieles parte / en tu victoria Santa».". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.


https://padreeduardosanzdemiguel.blogspot.com/2014/04/la-vigilia-pascual.html

viernes, 19 de abril de 2019

               ORACIÓN AL CRISTO DEL CALVARIO                 


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"En esta tarde, Cristo del Calvario, 
vine a rogarte por mi carne enferma; 
pero, al verte, mis ojos van y vienen 
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados, 
cuando veo los tuyos destrozados? 
¿Cómo mostrarte mis manos vacías, 
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad, 
cuando en la cruz alzado y solo estás? 
¿Cómo explicarte que no tengo amor, 
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada, 
huyeron de mí todas mis dolencias. 
El ímpetu del ruego que traía 
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada, 
estar aquí, junto a tu imagen muerta, 
ir aprendiendo que el dolor es sólo 
la llave santa de tu santa puerta.
Amén". 
Gabriela Mistral.

Historia y celebraciones del Viernes Santo.


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"El Viernes Santo es de una gran sobriedad litúrgica. Según una antigua tradición, la Iglesia no celebra la Eucaristía en ese día, aunque es muy recomendable el rezo comunitario del vía crucis y otros ejercicios piadosos.

Los oficios de la tarde comienzan en silencio, sin canto ni saludo inicial, porque son la continuación de la celebración del Jueves y terminan de la misma manera, porque no se concluirán hasta la gran celebración de la Vigilia Pascual. Al principio, los ministros, revestidos de rojo, se postran ante el altar, mientras la gente ora de rodillas. 

La celebración actual tiene cuatro partes: 

- La pasión proclamada (liturgia de la Palabra). Consta de la lectura del canto del Siervo de Isaías, un texto de la carta a los Hebreos, que presenta a Jesucristo como el Sumo Sacerdote de nuestra fe, y el relato de la pasión según S. Juan. 

- La pasión invocada (oraciones solemnes). La oración de los fieles de hoy es verdaderamente universal. En ella se tienen presentes a todos los hombres: La Iglesia Católica, el Papa, los ministros, los fieles, los catecúmenos, los demás cristianos, los judíos y creyentes de otras religiones, los no creyentes, los gobernantes, los que sufren. 

- La pasión venerada (adoración de la Cruz). La Cruz es llevada al altar entre aclamaciones: «Miren el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Vengan a adorarlo». 

- La pasión comulgada (comunión eucarística). Por último, se reviste el altar y se traslada procesionalmente el Santísimo para la comunión. 

La Iglesia no solo celebra su fe con la liturgia. En concreto, el Viernes Santo, la manifiesta con varios ejercicios de piedad, como el vía crucis, las procesiones y el recuerdo de los dolores de la Virgen María. 

Durante los primeros siglos del cristianismo, la Pascua era la única fiesta cristiana, en la que se celebraba la pasión y glorificación de Cristo. Con el pasar del tiempo, se distinguirán ambos aspectos en celebraciones separadas. 

A finales del s. IV, la beata Egeria testimonia en Jerusalén una adoración de la cruz, que duraba toda la mañana, y una liturgia de la Palabra, con numerosas lecturas, que duraba toda la tarde. La adoración se extendió a las iglesias que poseían reliquias de la cruz, para terminar siendo una práctica general. También se dramatizó el rito, presentando la cruz cubierta con un velo que se iba destapando progresivamente entre postraciones y cantos. A lo largo de los siglos se fueron añadiendo otros ritos que se han simplificado en la última reforma litúrgica". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

Viernes Santo.
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"En el día del Viernes Santo, en el que hacemos memoria del incomprensible amor de Cristo que le llevó a entregarse por nosotros, reflexionemos sobre las últimas horas de su vida mortal y sobre el significado de lo que sucedió en Jerusalén hace 2000 años.


El silencio de Jesús

Tanto en el proceso judicial judío como en el romano, cuando preguntan a Jesús, él responde a quienes le interrogan. Pero, cuando le acusan, permanece callado y no se defiende, provocando la extrañeza de los jueces. 

La causa es que la legislación de la época establecía que a quien acusaba en falso a otra persona, si se demostraba que su acusación no era verdadera, se le castigaba con la pena que se habría dado al acusado por aquella culpa concreta. 

Si Jesús se hubiera defendido, se habría demostrado su inocencia y habría quedado libre, pero sus acusadores habrían sido condenados a muerte. Algo que Jesús no quiere, ya que él ofrece su vida por todos, también por sus enemigos.

Crucifixión y muerte

La historia de Jesús parece terminar en el Gólgota, en ese siniestro «lugar de la calavera». Es despojado de lo último que le queda, de sus ropas, del resto de su dignidad y sufre la suerte de los rebeldes y de los asesinos, se encuentra entre ellos (cf. Is 53,9). 

Todo el mal y el pecado del mundo caen sobre él desfigurándolo y destrozándolo por completo (cf. Is 53,5). Todos se burlan: el que se cree profeta, que ha confiado en Dios hasta el final, que solo ha hecho el bien a todos los que ha encontrado en su camino, cuelga del patíbulo sin que nadie le ayude ni le crea, abandonado de todos, aparentemente también de Dios.

Antes de crucificarlo le ofrecieron vino mezclado con mirra (Mc 15,23; Mt 27,34). Era una bebida fuerte, que producía un estado de sopor, lo que ayudaba a los soldados en el momento de atravesar al condenado con los clavos. Pero Jesús la rechazó. Quería estar plenamente consciente hasta el final. 

Una vez colocado en la cruz, se sucedieron horas de terrible tormento. En cierto momento, a Jesús solo le quedaban fuerzas para orar. 

Desde la cruz gritó una última plegaria: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Es la única vez en todos los evangelios en que Jesús no se dirige a Dios llamándole Padre. 

Esto se debe a que está citando el salmo 22 [21], que inicia precisamente con esas palabras, continúa con un lamento por la persecución injusta y acaba cantando la confianza en la misericordia de Dios, dándole gracias por su salvación: «Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22 [21],23). 

Por eso san Lucas, en lugar de recordar este salmo, cita otro parecido y pone en boca de Jesús moribundo la siguiente expresión: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 31 [30],6). 

En el momento definitivo, Jesús sigue confiando contra toda esperanza en que la promesa de Dios ha de ser más fuerte que el pecado y que la muerte. 

Poco antes de morir, le ofrecieron vinagre para beber (Mt 27,48; Mc 15,36; Lc 23,36; Jn 19,29). Quizás era la misma bebida del principio, aquí llamada de otra manera, o quizás se trataba del vino amargo, casi avinagrado (que en latín llamaban posca), que era de uso común entre los soldados y las clases poco pudientes. 

La primera comunidad cristiana vio en este gesto el cumplimiento de una profecía: «Espero compasión, y no la hay; consoladores, y no los encuentro. En mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre» (Sal 69 [68], 21-22).

Aparentemente, Jesús muere abandonado de Dios, sin que él se dignara intervenir para consolarlo en sus últimos momentos. El que pasó haciendo el bien y anunció la cercanía de Dios a los que sufren parece haber fracasado en su anuncio. Por eso sus enemigos se burlan de él.

Señales de esperanza

Están presentes en los relatos de la pasión y muerte del Señor algunos gestos y palabras que dejan traslucir que incluso en la más ignominiosa de las muertes y desprecios, queda abierta una posibilidad a la esperanza. Veamos algunos ejemplos: 

Tras la detención, uno de los que le seguían escapa desnudo cuando intentan echarle mano (Mc 14,51-52). Quizás es un testimonio personal de Marcos o quizás sea el mismo joven que aparece en el relato de la Resurrección (Mc 16,5). Se puede insinuar de este modo que Jesús también escapa a la muerte. 

El dinero pagado por Jesús sirve para que los extranjeros puedan ser sepultados a las puertas de Jerusalén (Mt 27,7), con lo que se les abre las puertas a participar de las esperanzas de Israel. 

Un centurión, un pagano, es el primero que confiesa a Jesús como Hijo de Dios, al verlo morir (Mc 15,39). Israel se cierra a Jesús, pero se le abren los corazones de los paganos.

Murió por nuestros pecados, según las Escrituras

Parece natural que Jesús muera, porque la muerte forma parte de la existencia del hombre. Todo cambia cuando comprendemos que el que muere en el Calvario es el Hijo de Dios, entre las burlas de sus enemigos, que le increpaban: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,40). 

Como no bajó, pensaron que moría abandonado de Dios, por lo que sus pretensiones mesiánicas quedaban truncadas. Esto exigió un enorme esfuerzo de interpretación del acontecimiento y de su significado, por parte de la primera generación cristiana. 

Según el Antiguo Testamento, el mesías debía triunfar. Aparentemente, la cruz es ruptura con las Escrituras. Para comprender el plan salvador de Dios, se tuvo que releer la Biblia.

Siguiendo el ejemplo de Jesús, que empezando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que decían las Escrituras sobre la pasión del Mesías (cf. Lc 24,26-27), los discípulos se sirvieron de algunos pasajes bíblicos para interpretarla. 

Especialmente del sacrificio de Isaac, la muerte violenta de los profetas, los cánticos del Siervo de YHWH en el libro de Isaías, los sufrimientos del justo en el libro de la Sabiduría y algunos Salmos (como el 22 [21], el 69 [68], y el 109 [108]). 

San Pablo, dentro de este proceso de reflexión, afirmó que «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Cor 15,3). En el Credo se recogieron estas dos afirmaciones sobre la muerte de Cristo: que lo hizo según las Escrituras (es decir, cumpliendo un proyecto eterno de Dios) y que fue por nuestros pecados (a causa de nuestros pecados y para perdonarlos). 

La cruz revela el amor de Dios

La Escritura enseña que «Dios es amor» (1Jn 4,8). Y Jesús, con su vida, ha explicado qué significa el amor. 

De hecho, cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, explica su propio ser y actuar. 

Toda su vida fue una manifestación de un amor llevado «hasta el extremo» (Jn 13,1) en su muerte. Por eso, la cruz es el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios.

La muerte de Cristo es el último paso de un proceso de abajamiento por amor, que inicia en la encarnación, tal como canta el conocido himno de Flp 2,6-11. 

A diferencia de Adán que quería actuar como Dios sin serlo, el Hijo de Dios se «despojó de su rango» y asumió la condición humana, con todas las consecuencias. No una condición humana ideal, sino la real, herida y humillada por el pecado, sometida al sufrimiento y a la muerte. 

Voluntariamente se hizo pequeño y débil, solidario con los pecadores. Y lo hizo por amor.

Paradójicamente, en la debilidad libremente asumida por Cristo se manifiesta la fuerza del amor «hasta el extremo». 

Esto explica por qué la Iglesia venera la cruz. No porque es un instrumento de tortura, sino porque Cristo ha manifestado en ella hasta dónde llega su amor". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.