Se establece un diálogo entre el ciego y Jesús, que realiza el milagro. Una vez recuperada la vista, «le siguió por el camino» (Mc 10,52) hacia Jerusalén.
Al entrar en la ciudad, los que lo acompañaban hicieron como el ciego: aclamaron a Jesús con el título mesiánico «Hijo de David». También agitaron ramos y extendieron sus mantos a su paso, gestos que se realizaban cuando los reyes de Israel eran entronizados (cf. 2Re 9,13).
La entrada de Jesús en Jerusalén supuso su manifestación como el mesías que esperaban los judíos.
En otros momentos no había aceptado este título, para que nadie pensara que venía a reinstaurar el reino de David y a luchar contra los romanos. Cuando quisieron nombrarle rey, después de la multiplicación de los panes, no lo aceptó (cf. Jn 6,15).
En estos momentos finales de su vida, no le importa manifestarse como lo que es y admite las aclamaciones del pueblo: «Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David» (Mc 11,10). Por eso, cuando los sumos sacerdotes y los escribas se enfadan porque los niños aclaman: «¡Hosanna al hijo de David!», Él los defiende (Mt 21,15-16).
Sin embargo, con sus actitudes y con su predicación explica qué tipo de reinado es el suyo: no entra en la ciudad sobre un carro de combate, aclamado por soldados armados. Por el contrario, entra montado en un asnillo, aclamado por los niños, que menean ramos de olivo y palmas.
El asno es el animal que usaba la gente sencilla en sus trabajos y en sus desplazamientos (aunque también está relacionado con el rey David y con la unción real de su hijo Salomón, que entró en un asno en la ciudad para tomar posesión de la misma).
San Juan dice que sus discípulos no entendieron el gesto y que solo más tarde comprendieron que estaba cumpliendo una profecía (cf. Jn 12,16).
En efecto, el profeta Zacarías anunció que el rey de Jerusalén lo terminaría siendo de toda la tierra, pero no por la fuerza, sino por la justicia y humildad: «Se acerca tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un borriquillo. Destruirá los carros de guerra de Efraín y los caballos de Jerusalén. Quebrará el arco de guerra y proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar, desde el Éufrates hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10).
Es decir, será un rey de paz (destruirá los carros de guerra), universal (gobernará de mar a mar) y pobre entre los pobres (cabalga humildemente sobre un burro y no sobre un caballo).
Con su entrada pública en la ciudad santa, Jesús manifiesta una vez más que no le quitan la vida; es Él quien la entrega.
Jesús sabe que sus enemigos le buscan para acabar con Él (cf. Jn 11,57), pero no huye ni entra a escondidas, porque es consciente de que ha llegado su «hora».
Desde hacía tiempo, había manifestado en distintas ocasiones que quería subir a Jerusalén para dar cumplimiento a su misión.
Él era consciente de que allí matan a los profetas y de que su destino no iba a ser distinto del de los que le precedieron en el anuncio de la Palabra de Dios.
Al mismo tiempo, en su lamentación sobre Jerusalén une su destino al de la ciudad: ambos serán destruidos (el rey y la capital del reino, cf. Mt 23,37s).
En este contexto de su manifestación definitiva, Jesús maldice la higuera estéril (imagen de un pueblo que ofrece a Dios un culto vacío, pura hojarasca sin frutos) y purifica el templo de Jerusalén.
Estos gestos indican el final de una manera de relacionarse con Dios e inaugura una nueva. Al mismo tiempo revelan que Jesús es el verdadero templo, el lugar de la presencia de Dios entre los hombres". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.
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