viernes, 19 de abril de 2019

Viernes Santo.
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"En el día del Viernes Santo, en el que hacemos memoria del incomprensible amor de Cristo que le llevó a entregarse por nosotros, reflexionemos sobre las últimas horas de su vida mortal y sobre el significado de lo que sucedió en Jerusalén hace 2000 años.


El silencio de Jesús

Tanto en el proceso judicial judío como en el romano, cuando preguntan a Jesús, él responde a quienes le interrogan. Pero, cuando le acusan, permanece callado y no se defiende, provocando la extrañeza de los jueces. 

La causa es que la legislación de la época establecía que a quien acusaba en falso a otra persona, si se demostraba que su acusación no era verdadera, se le castigaba con la pena que se habría dado al acusado por aquella culpa concreta. 

Si Jesús se hubiera defendido, se habría demostrado su inocencia y habría quedado libre, pero sus acusadores habrían sido condenados a muerte. Algo que Jesús no quiere, ya que él ofrece su vida por todos, también por sus enemigos.

Crucifixión y muerte

La historia de Jesús parece terminar en el Gólgota, en ese siniestro «lugar de la calavera». Es despojado de lo último que le queda, de sus ropas, del resto de su dignidad y sufre la suerte de los rebeldes y de los asesinos, se encuentra entre ellos (cf. Is 53,9). 

Todo el mal y el pecado del mundo caen sobre él desfigurándolo y destrozándolo por completo (cf. Is 53,5). Todos se burlan: el que se cree profeta, que ha confiado en Dios hasta el final, que solo ha hecho el bien a todos los que ha encontrado en su camino, cuelga del patíbulo sin que nadie le ayude ni le crea, abandonado de todos, aparentemente también de Dios.

Antes de crucificarlo le ofrecieron vino mezclado con mirra (Mc 15,23; Mt 27,34). Era una bebida fuerte, que producía un estado de sopor, lo que ayudaba a los soldados en el momento de atravesar al condenado con los clavos. Pero Jesús la rechazó. Quería estar plenamente consciente hasta el final. 

Una vez colocado en la cruz, se sucedieron horas de terrible tormento. En cierto momento, a Jesús solo le quedaban fuerzas para orar. 

Desde la cruz gritó una última plegaria: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Es la única vez en todos los evangelios en que Jesús no se dirige a Dios llamándole Padre. 

Esto se debe a que está citando el salmo 22 [21], que inicia precisamente con esas palabras, continúa con un lamento por la persecución injusta y acaba cantando la confianza en la misericordia de Dios, dándole gracias por su salvación: «Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22 [21],23). 

Por eso san Lucas, en lugar de recordar este salmo, cita otro parecido y pone en boca de Jesús moribundo la siguiente expresión: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 31 [30],6). 

En el momento definitivo, Jesús sigue confiando contra toda esperanza en que la promesa de Dios ha de ser más fuerte que el pecado y que la muerte. 

Poco antes de morir, le ofrecieron vinagre para beber (Mt 27,48; Mc 15,36; Lc 23,36; Jn 19,29). Quizás era la misma bebida del principio, aquí llamada de otra manera, o quizás se trataba del vino amargo, casi avinagrado (que en latín llamaban posca), que era de uso común entre los soldados y las clases poco pudientes. 

La primera comunidad cristiana vio en este gesto el cumplimiento de una profecía: «Espero compasión, y no la hay; consoladores, y no los encuentro. En mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre» (Sal 69 [68], 21-22).

Aparentemente, Jesús muere abandonado de Dios, sin que él se dignara intervenir para consolarlo en sus últimos momentos. El que pasó haciendo el bien y anunció la cercanía de Dios a los que sufren parece haber fracasado en su anuncio. Por eso sus enemigos se burlan de él.

Señales de esperanza

Están presentes en los relatos de la pasión y muerte del Señor algunos gestos y palabras que dejan traslucir que incluso en la más ignominiosa de las muertes y desprecios, queda abierta una posibilidad a la esperanza. Veamos algunos ejemplos: 

Tras la detención, uno de los que le seguían escapa desnudo cuando intentan echarle mano (Mc 14,51-52). Quizás es un testimonio personal de Marcos o quizás sea el mismo joven que aparece en el relato de la Resurrección (Mc 16,5). Se puede insinuar de este modo que Jesús también escapa a la muerte. 

El dinero pagado por Jesús sirve para que los extranjeros puedan ser sepultados a las puertas de Jerusalén (Mt 27,7), con lo que se les abre las puertas a participar de las esperanzas de Israel. 

Un centurión, un pagano, es el primero que confiesa a Jesús como Hijo de Dios, al verlo morir (Mc 15,39). Israel se cierra a Jesús, pero se le abren los corazones de los paganos.

Murió por nuestros pecados, según las Escrituras

Parece natural que Jesús muera, porque la muerte forma parte de la existencia del hombre. Todo cambia cuando comprendemos que el que muere en el Calvario es el Hijo de Dios, entre las burlas de sus enemigos, que le increpaban: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,40). 

Como no bajó, pensaron que moría abandonado de Dios, por lo que sus pretensiones mesiánicas quedaban truncadas. Esto exigió un enorme esfuerzo de interpretación del acontecimiento y de su significado, por parte de la primera generación cristiana. 

Según el Antiguo Testamento, el mesías debía triunfar. Aparentemente, la cruz es ruptura con las Escrituras. Para comprender el plan salvador de Dios, se tuvo que releer la Biblia.

Siguiendo el ejemplo de Jesús, que empezando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que decían las Escrituras sobre la pasión del Mesías (cf. Lc 24,26-27), los discípulos se sirvieron de algunos pasajes bíblicos para interpretarla. 

Especialmente del sacrificio de Isaac, la muerte violenta de los profetas, los cánticos del Siervo de YHWH en el libro de Isaías, los sufrimientos del justo en el libro de la Sabiduría y algunos Salmos (como el 22 [21], el 69 [68], y el 109 [108]). 

San Pablo, dentro de este proceso de reflexión, afirmó que «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1Cor 15,3). En el Credo se recogieron estas dos afirmaciones sobre la muerte de Cristo: que lo hizo según las Escrituras (es decir, cumpliendo un proyecto eterno de Dios) y que fue por nuestros pecados (a causa de nuestros pecados y para perdonarlos). 

La cruz revela el amor de Dios

La Escritura enseña que «Dios es amor» (1Jn 4,8). Y Jesús, con su vida, ha explicado qué significa el amor. 

De hecho, cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, explica su propio ser y actuar. 

Toda su vida fue una manifestación de un amor llevado «hasta el extremo» (Jn 13,1) en su muerte. Por eso, la cruz es el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios.

La muerte de Cristo es el último paso de un proceso de abajamiento por amor, que inicia en la encarnación, tal como canta el conocido himno de Flp 2,6-11. 

A diferencia de Adán que quería actuar como Dios sin serlo, el Hijo de Dios se «despojó de su rango» y asumió la condición humana, con todas las consecuencias. No una condición humana ideal, sino la real, herida y humillada por el pecado, sometida al sufrimiento y a la muerte. 

Voluntariamente se hizo pequeño y débil, solidario con los pecadores. Y lo hizo por amor.

Paradójicamente, en la debilidad libremente asumida por Cristo se manifiesta la fuerza del amor «hasta el extremo». 

Esto explica por qué la Iglesia venera la cruz. No porque es un instrumento de tortura, sino porque Cristo ha manifestado en ella hasta dónde llega su amor". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

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