jueves, 18 de abril de 2019

Jueves Santo.


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Antes de padecer, Jesús confesó a sus discípulos: «¡Ardientemente he deseado cenar esta Pascua con vosotros!» (Lc 22,15). Finalmente ha llegado el momento definitivo, la «hora» de la verdad, el banquete tantas veces pregustado y deseado.

En la Última Cena, Jesús sorprende a todos con sus palabras y con sus acciones: lava los pies a los apóstoles y les regala la Eucaristía. La postura interior, simbolizada en el lavatorio, toma cuerpo en el reparto de sí mismo, que anticipa e introduce la Pasión.

Jesús asocia sus discípulos a su Pascua

Lo primero que llama la atención es la insistencia de Jesús en unir sus discípulos a su Pascua y a su destino. 

Ellos quieren prepararle la Pascua y preguntan: «¿Dónde quieres que te preparemos la Pascua?» (Mt 26,17; Mc 14,12). Parece como si pretendieran distanciarse de Él, quizás por el miedo ante lo que estaba por llegar. 

Él quiere celebrarla con ellos y les dice: «Encontraréis un hombre. Preguntadle dónde está la sala para que yo celebre la Pascua con mis discípulos» (Mt 26,18; Mc 14,14; Lc 22,8.30). 

De esta manera, les hace partícipes de su futuro sufrimiento y posterior destino glorioso: «Vosotros habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Yo os entrego la dignidad real que mi Padre me entregó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa cuando yo reine, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22,29-30).

El lavatorio de los pies

El evangelista san Juan introduce la narración del lavatorio de los pies con un lenguaje especialmente solemne: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). 

Para entender el gesto no hemos de pensar en nuestras calles asfaltadas y con alcantarillado. En la época de Jesús, en las calles de tierra se tiraban los restos orgánicos y las comidas de los animales. Además, pocas personas usaban calzado, y las que lo llevaban se limitaban a unas simples sandalias. 

Lavarse los pies al entrar en casa era un ritual obligado y necesario. En las familias pudientes lo hacían los esclavos. En las familias pobres, la esposa o las hijas. 

Para los judíos, era algo tan humillante que un rabino podía pedir cualquier servicio a sus discípulos, excepto que le lavaran los pies. 

Al entrar en una casa prestada para la cena, ningún miembro del grupo se sintió llamado a hacer este servicio. Jesús se quitó el manto y lavó los pies de los discípulos. Voluntariamente ocupó el lugar de los esclavos y de las mujeres, se puso en el lugar más bajo, indicando dos cosas: que Él viene a servir y que no admite que unas personas sean consideradas inferiores a otras.

En otra ocasión, el Señor había dicho: «Cuando el siervo llega a casa después de haber trabajado todo el día en el campo, sirve primero a su amo y después se sienta él a la mesa» (cf. Lc 17,7-8). 

Sin embargo, Jesús es el Señor que atiende a los criados y les lava los pies; que no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos (Mt 20,28; Mc 10,45). 

La institución de la Eucaristía

El relato más antiguo que conservamos de lo que sucedió en la Última Cena dice así: «Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, dando gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: “Tomad y comed todos, porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en conmemoración mía”. Y lo mismo hizo con el Cáliz» (1Cor 11,23ss). 

San Pablo lo escribió hacia el año 55 y afirma que sus enseñanzas son una «tradición» que él ha recibido como proveniente del Señor.

En la noche «en que iba a ser entregado», Jesús «se entrega», plenamente consciente del significado de lo que está haciendo y de lo que va a suceder después y pide a sus discípulos que celebren perpetuamente el «memorial» de su entrega. 

El rito eucarístico de la cena ha conservado acciones y palabras de Jesús que, después de su muerte y resurrección, aparecen llenas de significado y revelan la actitud de Jesús: Él mismo ofrece su vida. 

No se somete pasivamente a la muerte, sino que se entrega en conformidad con el plan amoroso de Dios, del que su muerte forma parte, dejando a Dios la última palabra. Los hombres pensaban que le arrebataban la vida; sin embargo, Él se adelanta y dice: «esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros [...]; esta es la copa de la nueva alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por vosotros» (Lc 22,19-20). 

Cristo pide a sus Apóstoles que sigan celebrando la cena como memorial suyo. No se trata de un simple recuerdo, sino de una verdadera y real actualización y comunión en el ofrecimiento que el Señor hace de sí mismo. 

Los apóstoles (es decir, la Iglesia) reciben un ministerio que es participación y ha de ser reflejo de la misión de Cristo en la Tierra: anuncio del reino, comunión de vida con el Padre y entre ellos, servicio generoso a todos los hombres. 

El mandamiento del amor fraterno

Jesús no pide a sus discípulos que sean buenas personas, que se amen mucho. Él quiere mucho más: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). 

Es la traducción de un precepto que encontramos también en los otros evangelios: «Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48), «Sed compasivos como el Padre es compasivo» (Lc 6,36). Por eso san Pablo pide: «Tened los mismos sentimientos de Jesús» (Flp 2,5), que son los sentimientos de Dios. 

El punto de partida no es el mandamiento («Amaos los unos a los otros») sino el don («como yo os he amado»). 

Porque Él nos ha amado primero, nos ha enseñado qué es el amor y nos ha capacitado para amar...". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

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