Hirióme con una flecha...
La Transverberación de Santa Teresa. 26 de agosto
"Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta
visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo
que no suelo ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan
ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. En esta
visión quiso el Señor le viese así: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho,
el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen
todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me
los dicen; mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a
otros y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo
de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me
parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al
sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor
grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y
tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que
se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino
espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un
requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad
lo dé a gustar a quien pensare que
miento". (Vida 29, 13).
Con este texto anterior describe la Santa Madre un fenómeno
místico cuya base es el amor entre Dios y la criatura humana. Siendo el amor de
Dios inconmensurable, perfecto y puro, los efectos que causa en el alma son
casi indescriptibles por el místico, que tiene que recurrir a imágenes para
poder expresarlo. La santa lo vive como un dardo encendido.
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