miércoles, 1 de agosto de 2018

Los orígenes de la teología



"Hay quienes piensan que la filosofía y la teología son materias que solo interesan a unos pocos, que no tienen nada que ver con la vida práctica del común de los mortales. Pero se equivocan, porque la búsqueda del sentido de la vida es una cuestión que nos afecta a todos. Nos lo recuerdan las numerosas depresiones de personas que no encuentran sentido a su existencia.

Antes o después, la mayoría de los seres humanos nos preguntamos por el significado de las cosas y de los acontecimientos, por el sentido de la vida y por nuestro destino. No de una manera abstracta (la vida y el destino del ser humano), sino personal (mi vida y mi destino). De hecho, Kant resumía la filosofía en el esfuerzo del hombre por responder a tres preguntas fundamentales: ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo? y ¿qué me cabe esperar? De una forma o de otra, cada uno se plantea estas cuestiones alguna vez en la vida y todas las tradiciones culturales intentan dar una respuesta. Estos interrogantes surgen de la misma estructura del hombre, que necesita conocer para poder tomar las decisiones correctas. Lo vemos en los niños, que de una manera instintiva se preguntan por el nombre, la función y el sentido de las cosas: ¿qué es esto?, ¿para qué sirve?, ¿cómo funciona?, ¿por qué esto es así?

Esta curiosidad natural ha hecho posible el avance de las ciencias a lo largo de los siglos. El hombre es un ser inteligente y no puede renunciar a buscar el sentido de las cosas. La pérdida del deseo de aprender es una clara señal de que estamos envejeciendo. El hombre creyente, como es natural, también se pregunta por los contenidos de su fe. 

San Anselmo de Canterbury (1033-1109) escribió que «la teología es la fe que busca entenderse a sí misma». Y añadió: «Señor, yo no pretendo penetrar en tu profundidad. ¿Cómo iba a comparar mi inteligencia con tu misterio? Pero deseo comprender de algún modo esa verdad que creo y que mi corazón ama. No busco comprender para creer, sino que creo primero, para esforzarme luego en comprender. Porque sé que si no empiezo por creer, no comprenderé jamás». Como san Anselmo, todos los cristianos deberíamos profundizar en lo que ya creemos para poder «dar razón de nuestra esperanza» a todo el que nos pida cuentas (1Pe 3,15).

Lo que queda claro es que en este campo lo primero no es la reflexión (como en el caso de la filosofía), sino la fe. Dice san Pablo que «la fe entra por el oído» (Rom 10,17). Por lo tanto, en primer lugar viene la predicación del evangelio, el anuncio de Cristo muerto y resucitado, de su vida y de sus enseñanzas. Nadie puede inventar los contenidos de la fe, sino que debe recibirlos como un don que viene de Dios por Cristo en su Iglesia. 

Cuando ya hemos acogido a Cristo en nuestra vida, inmediatamente nos llega el deseo de profundizar en sus enseñanzas, de conocer mejor los contenidos de nuestra fe. La falta de interés de muchos de nuestros contemporáneos por formarse cristianamente viene de su débil fe. Lo normal es que quien la posee, desee cultivarla y acrecentarla.

«Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo “creo” o “creemos”. Antes de exponer la fe de la Iglesia tal como es confesada en el Credo, celebrada en la liturgia, vivida en la práctica de los mandamientos y en la oración, nos preguntamos qué significa “creer”. La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida» (Catecismo, 26)". P. Eduardo Sanz de Miguel, ocd.

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