La humildad,
según San Ignacio de Loyola, es un proceso creciente.
El primer
tipo de humildad es necesario para la salvación eterna.
Y consiste en
rebajarme y humillarme lo más posible, para obedecer en todo la ley de Dios,
Nuestro Señor, de tal forma que, aunque me volviera el señor de todas las cosas
creadas en este mundo o estuviera en riesgo mi propia vida temporal, nunca
pensaría en transgredir un mandamiento, sea divino o humano.
El segundo
tipo de humildad es una humildad más perfecta que la primera.
Y consiste en
esto: me encuentro en un punto en que no deseo ni soy propenso a poseer más
riqueza que la pobreza, a querer la honra más que la deshonra, a desear una vida
larga más que una vida corta, cuando las alternativas no afectan el servicio de
Dios, Nuestro Señor, ni la salvación de mi alma.
El tercer
tipo de humildad es la humildad más perfecta.
Es cuando, al
incluir la primera y la segunda, siendo iguales la alabanza y la gloria de su
divina majestad, para imitar a Cristo, Nuestro Señor, y me asemeje a Él más
eficazmente, deseo y escojo la pobreza con Cristo pobre en lugar de la riqueza,
el oprobio con Cristo cubierto de oprobios en lugar de honores; y deseo más ser
tomado por insensato y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por
“sabio y prudente” en este mundo (Mt 11,25).
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